sábado, 7 de diciembre de 2019

Conferencias

Ray Brassier - The Mith of the Given
https://www.youtube.com/watch?v=9N3Qbmoz92I

McDowell y Davidson - Subjectivity
https://www.youtube.com/watch?v=QxSf45WkfGI

Dennett - Consciousness
https://www.youtube.com/watch?v=kn9a6_nycng

Brandom
https://www.youtube.com/watch?v=zHYlx8XeUJc

Ludwig Wittgenstein (A.C Grayling)
(Panorámica.)
https://youtu.be/Qw44w7Tvz2I

McDowell - CogSci & Epistemology
https://www.youtube.com/watch?v=m8y8673RmII

Gadamer - Language & Understanding
https://www.youtube.com/watch?v=MbryQr8wjuk

Lindsay Beyerstein - On Bullshit, Frankfurt, Trump ...
https://www.youtube.com/watch?v=jpF3iAsB6S4

The Logic of Wittgenstein's Tractatus
https://www.youtube.com/watch?v=e75U1fgBC6g

Ray Monk - Wittgenstein in Cambridge
https://www.youtube.com/watch?v=NMRvF37px-I

Quentin Skinner - Machiavelli: A Very Short Introduction
https://www.youtube.com/watch?v=CKGuzJ6GwHM

Quentin Skinner - How Machiavellian was Machiavelli
https://www.youtube.com/watch?v=gH-NxQmf87k

John Gray - The Dangers of Faith in Progress
https://www.youtube.com/watch?v=NuWi-TU_sFE

E.O. Wilson -
https://www.youtube.com/watch?v=FhIv7gZsAFU

Graeber and Wengrow on the Myth of the Stupid Savage
https://www.youtube.com/watch?v=EvUzdJSK4x8&t=704s

jueves, 25 de julio de 2019

Esquema Kant Grundlegung

Esquema de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres de Immanuel Kant.
(Adaptado de:https://uba.wiki/Fundamentaci%C3%B3n_de_la_metaf%C3%ADsica_de_las_costumbres)

Capítulo 1: Tránsito del conocimiento moral racional vulgar al conocimiento filosófico.

Buena voluntad: lo único bueno sin restricción (hay cualidades que pueden ser buenas, pero sin una buena voluntad pueden ser también malas). Buena en sí misma (no por lo que produce, sino sólo por el querer).

Nuestras disposiciones tienen un fin; la razón (facultad práctica -debe influir sobre la voluntad) está, no para obtener felicidad, sino para hacer una voluntad buena, no como medio, sino en sí misma, bien supremo y condición de cualquier otro.

El concepto de deber contiene al de buena voluntad, es su condición. ¿Qué se hace por deber?

Hay acciones contrarias al deber; acciones conformes al deber, y sin inclinación inmediata; acciones conformes al deber y hacia las cuales el S tiene inclinación inmediata (en estos casos es difícil distinguir si se actuó por deber).

Primera proposición: Valor del carácter moral en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber.

Segunda proposición: Valor moral de la acción hecha por deber, no en el propósito a alcanzar por medio de ella, sino en la máxima por la cual fue resuelta = no depende de la realidad del objetos de la acción, sino sólo del principio del querer, según el que sucedió la acción."

Los propósitos y resultados de nuestras acciones no pueden dar a las acciones valor moral.

Saqué todo principio material: cuando una acción es por deber, la voluntad será determinada por el principio formal del querer en general.

Tercera proposición: El deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. Viene de las otras (primera: respeto; segunda: ley).

Objeto de respeto
Lo que se relacione con mi voluntad como simple fundamento y nunca como efecto es la ley en sí misma.

Acción por deber
Sin influjos de las inclinaciones (objeto de la voluntad). Sólo queda, para determinar a la voluntad, objetivamente: la ley; subjetivamente: el respeto puro a esa ley práctica, objetos sea: la máxima de obedecer siempre a esa ley.

Máxima
Principio subjetivo del querer.

Ley práctica
Principio objetivo del querer.

Sólo la representación de la ley en sí misma (sólo en seres racionales) puede determinar la voluntad, y constituir el bien moral.

¿La representación de qué ley debe determinar a la voluntad? No una ley con contenido, sino la universal legalidad de las acciones en general, es decir, el hecho de que sea universalizable dicha ley (visto que se separó a la voluntad de todo lo que pudiera apartarla del cumplimiento de una ley) que debe ser el único principio de la V. objetos sea: "yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal." El acto moral está cuando puedo universalizar la máxima, y no puedo universalizar la máxima contraria.

Éste es el principio del conocimiento moral de la razón vulgar del H; aunque no lo tiene en abstracto, es su criterio en sus juicios.

¿Para qué necesito la filosofía si este conocimiento ya está en la práctica?

La sabiduría (que consiste más en el hacer y el omitir que en el saber) necesita de la ciencia; la razón humana vulgar se ve inclinada a dar un paso en la Filosofía práctica, no por necesidad especulativa, sino por motivos prácticos: para dar al precepto duración (pues en el hombre hay una fuerza contraria al deber, que parte de las necesidades e inclinaciones, y se discuten las leyes del deber, se pone en duda su validez, su severidad, se las acomoda a los deseos, se las pervierte –dialéctica natural).

Capítulo 2. Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres

El concepto de deber no se extrae de la experiencia (sería contingente); de hecho, no sabemos si hubo actos por deber.

La ley moral es universal (para todo ser racional) y necesaria (sin excepciones ni de modo contingente).

Por lo cual todo principio supremo de la moralidad debe descansar en la razón pura; hay que descubrirlo a
priori.

Por eso, para descubrir estos principios (lo que permitirá un dominio mayor de la voluntad que el quedarían resortes empíricos) es necesario pasar de la Filosofía práctica popular, que encuentra fundamentos en la experiencia, a la metafísica de las costumbres.

Estos principios hay que derivarlos "del concepto universal de un ser racional en general, puesto que las leyes morales deben valer para todo ser racional en general."

Sólo un ser racional puede actuar por representación de las leyes, objetos sea por principios.

Para derivar las acciones de leyes se necesita razón, por lo cual, la voluntad es razón práctica.

Si la voluntad obedece siempre a la razón: acciones objetivamente necesarias (válidas); subjetivamente necesarias (de hecho); la voluntad será una facultad de elegir sólo lo que la razón (independiente de inclinaciones) considerase bueno.

Si la voluntad no es plenamente conforme a la razón: acciones objetivamente necesarias; subjetivamente contingentes; acá habrá determinación de la voluntad (constricción).

La representación de un principio objetivo constrictivo es un mandato de la razón, cuya fórmula se llama "imperativo".

Por ser constrictivos, los imperativos se expresan con un "debe ser".

Por ser universales y necesarios, son a priori. Imperativos expresan la relación: leyes objetivas del querer en general - imperfección subjetiva de la voluntad.

Imperativos hipotéticos
representan la necesidad práctica de una acción, como medio para conseguir otra que se quiere (acción buena para algún propósito posible (principio problemático práctico) objetos real (principio asertórico-práctico).

Imperativo categórico
representa la acción objetivamente necesaria por sí misma, sin referencia a otro fin (principio apodíctico-práctico).

Imperativo de la habilidad (no importa si el fin -sea cual sea- es racional y bueno, sino qué hay que hacer para obtenerlo).
Imperativo de la sagacidad/prudencia (Klugheit)
Éste no se refiere a posibles propósitos, como en el caso anterior, sino a uno real adquirir la felicidad; el imperativo mandará lo necesario para obtenerla.
Estos dos son HIPOTÉTICOS.

Imperativo de la moralidad (no se pone un fin pero se manda actuar inmediatamente.
Éste es CATEGÓRICO.

Estos tres principios se distinguen por la desigualdad de la constricción de la voluntad, siendo: reglas de la habilidad, consejos de la sagacidad, mandatos (leyes) de la moralidad; objetos bien: imperativos técnicos, pragmáticos y morales.

¿Cómo son posibles los imperativos?

De habilidad: son analíticos (si quiero el fin quiero los medios para conseguirlo).

De felicidad: como no se puede saber qué sea ésta, por ser empíricos sus elementos y por exigirse a la vez un máximo de bienestar actual y futuro para la idea de felicidad, no puede mandar en sentido estricto que se realice lo que nos haga felices, pues la felicidad no es un ideal de la razón sino de la imaginación; suponiendo que se pudiera conocer los medios para lograrla, el imperativo sería analítico-práctico, diferenciándose del de habilidad en que acá el fin está dado.

¿Y los categóricos cómo son posibles? Visto que no se puede saber si son en el fondo hipotéticos, hay que buscar la posibilidad de un I. categórico totalmente a priori.

Hay que aclarar en principio lo siguiente.

Sólo el imperativo categórico se expresa en ley práctica; los demás serán principios, pero no leyes de la voluntad (pues son contingentes).

Imperativo categórico: una proposición sintético-práctica a priori (el acto a priori se enlaza con la voluntad sin condición presupuesta de ninguna inclinación).

Cómo sea esto lo verá en el capítulo 3.

Ahora: ¿nos llevará el concepto de imperativo categórico a su fórmula?

Del imperativo categórico (a diferencia de los imperativos hipotéticos) conozco lo que contendrá pues aparte de la ley no contendrá más que la necesidad de la máxima de conformarse con esa ley, en términos de universalidad de la ley.

El imperativo categórico será único y así:

Primera formulación, A: "obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal."

Ahora, la universalidad de la ley es lo que se llama naturaleza en su más amplio sentido, esto es, la existencia de las cosas en tanto están determinada por leyes universales; entonces el I. universal del deber se puede formular así:

Primera formulación, B: "obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza."

Ejemplos: suicida, alguien que pide y sabe que no va a devolver, alguien que desaprovecha sus talentos, alguien que no ayuda.

Hay deberes para con nosotros mismos, para con los demás hombres, perfectos e imperfectos.

Las máximas que no pueden ser pensadas como ley contradicen el deber estricto, necesario (ineludible).

Cuando lo puedo pensar, pero no quererlo, esta máxima contradice el deber amplio, contingente (meritorio).

Canon del enjuiciamiento moral de las acciones: "hay que poder querer que una máxima de nuestra acción sea ley universal."

Cuando no cumplimos un deber, queremos que siga siendo ley universal, pero queremos permitirnos una excepción.

En un caso consideramos la cosa desde una voluntad conforme a la razón; en el otro, conforme a las inclinaciones: la voluntad resiste al mandato de la razón (antagonismo) y universalidad del principio: mera validez común (generalidad).

El deber ha de ser una necesidad práctico-incondicionada de la acción; ha de valer para todo ser racional, y sólo por eso será ley para toda voluntad humana.

Si lo del canon está bien, la ley deberá estar enlazada (totalmente a priori) con el concepto de la voluntad de un ser racional en general.

Debe darse (para encontrar esta conexión) un paso en la metafísica de las costumbres.

Esta metafísica de las costumbres: Filosofía práctica en donde se trata de admitir leyes de lo que debe suceder (y no fundamentos de lo quesucede) aun cuando no suceda nunca.

Se trata, así, de leyes objetivas prácticas, y por tanto, de la relación de la voluntad consigo misma, en cuanto se determina sólo por la razón. Lo empírico se va, porque si la razón por sí sola determina la conducta, lo hará por necesidad a priori.

Voluntad
Facultad de autodeterminarse a obrar conforme a la representación de ciertas leyes. Sólo en seres racionales.

Fin
Lo que sirve a la voluntad de fundamento objetivo de su autodeterminación (cuando es puesto por la mera razón debe valer igualmente para todo ser racional).

Medio
Fundamento de la posibilidad de la acción, cuyo efecto es el fin.

Resorte
Fundamento subjetivo del deseo.

Motivo
Fundamento objetivo del querer.
Los fines subjetivos descansan en resortes; lo objetivos van a parar a motivos y valen para todo ser racional.

Los principios prácticos son "formales" cuando hacen abstracción de todo fin subjetivo; si no, son "materiales".

Todos los fines materiales son relativos; no pueden dar principios universales; fundan sólo imperativos hipotéticos.

El fundamento de un posible imperativo categórico, ley práctica, debe residir en algo cuya existencia en sí misma tenga un valor absoluto, algo que como fin en sí mismo pueda ser fundamento de determinadas leyes.

Los seres irracionales son cosas y sirven como medio; la naturaleza del hombre lo distingue como fin en sí mismo, algo que no puede ser usado meramente como medio, algo que es objetos de respeto.

No es fin subjetivo, sino objetivo.

Si debe haber un imperativo categórico sobre la voluntad humana, principio práctico supremo, debe ser tal que, por la representación de lo que es necesariamente fin para todo el mundo, por ser fin en sí mismo, constituya un principio objetivo de la voluntad, y por tanto pueda servir como ley práctica universal.

El fundamento de este principio es: la naturaleza racional existe como fin en sí misma.

El hombre se representa así su propia existencia; desde este punto de vista es principio subjetivo de las acciones humanas.

También se la representa así todo ser racional; desde aquí es principio objetivo de las acciones humanas, del cual, como fundamento práctico supremo, se deben poder derivar todas las leyes de la voluntad.

El imperativo práctico será: 2ª formulación: "obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre a la vez como fin, nunca meramente como medio."

Este principio de la naturaleza racional como fin en sí misma no viene de la experiencia porque:
1) es universal -se aplica a todo ser racional- y
2) la humanidad es representada no como fin subjetivo del hombre sino como fin objetivo (y como tal debe originarse en la razón pura).

El fundamento de toda legislación práctica está objetivamente en la regla y en la universalidad (1º principio); está subjetivamente en el fin, siendo el S de los fines todo ser racional, como fin en sí mismo (2º p.); de aquí se sigue la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora (3º p. práctico de la V).

La voluntad es autora de la ley a la que se somete.

La máxima que no pueda compadecerse con la propia legislación universal de la voluntad será rechazada.

Si hay un imperativo categórico (ley para toda voluntad de un ser racional) sólo podrá mandar que se haga todo por la máxima de una voluntad tal que pueda tenerse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora respecto del O, pues sólo entonces es incondicionado el principio práctico y el I al que obedece, porque no puede tener ningún interés como fundamento.

Al no haberse visto esto, nunca se obtuvo deber, sino necesidad de la acción por cierto interés, propio objetos ajeno.

Este I será siempre condicionado, no servirá de mandato moral. principio correcto: "autonomía" de la voluntad (vs. heteronomía).

RDF: Reino: enlace sistemático de seres racionales por leyes comunes; éstas determinan los fines según su validez universal; habrá un conjunto de todos los fines (los hombre en tanto fines en sí, y sus propios fines) en conexión sistemática.

Un ser racional pertenece al RDF como miembro cuando es legislador universal, pero a la vez está sujeto a esas leyes; como jefe cuando como legislador no está sometido a la voluntad de ningún otro.

La moralidad consiste entonces en la relación de toda acción con la legislación, por la cual es posible un RDF.

Si las máximas no son por naturaleza necesariamente acordes con ese principio objetivo de los seres racionales universalmente legisladores, entonces, la necesidad de la acción, según ese principio, se llama constricción práctica, esto es, deber.

El deber no se refiere al jefe, pero sí a todos los miembros y por igual.

En el RDF todo tiene precio (puede ser sustituido por algo equivalente) objetos dignidad.

Precio: comercial si se refiere a las inclinaciones y necesidades del H; de afecto, si se conforma a cierto gusto sin suponer una necesidad.

Lo que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, no tiene precio, sino valor interno: dignidad.

Sólo por la moralidad se puede ser legislador en el RDF; la moralidad es la condición bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo.

Entonces sólo la moralidad y la humanidad (en tanto es capaz de moralidad) poseen dignidad.

Todo tiene el valor que la ley le determina; la legislación misma, que determina todo valor, tiene un valor incondicionado, una dignidad; la autonomía es, así, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional.

Máximas: forma (universalidad, F1); materia (un fin, F2); determinación integral de todas las máximas por medio de la fórmula "todas las máximas, por propia legislación, deben concordar en un R posible DF, como un reino de la N" (F3).

Hay unidad en la forma, pluralidad en los fines, y totalidad en el sistema.

La mejor es la F1a, pero las otras son útiles para dar a la ley moral acceso acercándolas a la intuición.

Hay relación entre la validez de la voluntad como ley universal para acciones posibles y con la sumisión de las cosas a leyes universales.

El IC, la fórmula de una voluntad absolutamente buena puede ser: "obra según máximas que puedan al mismo tiempo tenerse por objetos a sí mismas, como leyes universales".

La naturaleza racional puede darse un fin. No deberá ser un fin a realizar (relativamente bueno), sino independiente y por ende de modo negativo (contra lo que no se debe actuar y que debe apreciarse al tiempo que como medio también como fin).

El mundo de seres racionales (m. intelligibilis) como RDF es posible por la autolegislación de todos como miembros.

Así, todo ser racional debe actuar como si por sus máximas siempre fuera miembro legislador en el R universal DF.

La acción que pueda compadecerse con la autonomía de la voluntad es permitida; la que no, prohibida.

Una voluntad cuyas máximas concuerden necesariamente con las leyes de la autonomía es una voluntad santa, absolutamente buena; la dependencia de una voluntad no absolutamente buena con el principio de autonomía (constricción moral) es la obligación (obviamente no existe en un ser santo).

La necesidad objetiva de una acción por obligación es el DEBER.

La dignidad del hombre reside en, aparte de estar sometido a la ley, ser su legislador.

La autonomía de la voluntad como principio supremo de la moralidad: pues lo que manda el imperativo categórico no es más que esta autonomía. La heteronomía de la voluntad como origen de todos los principios ilegítimos de la moralidad.

Principios empíricos: no sirven como fundamento de leyes morales; Derivándolos del principio de felicidad lo peor que hay): entre otras cosas, se borra la distancia entre vicio y virtud.

Derivándolos del sentimiento moral: está mal porque hay que apelar a un sentimiento.

Principios racionales de la moralidad:
Derivados del concepto ontológico de perfección: hay vaguedad, pero son mejores que los otros.
Derivados del concepto teológico de perfección: deriva la moralidad de una voluntad divina perfectísima.

Ni el concepto de sentido moral ni el de perfección en general lesionan la moralidad, pero tampoco le sirven de fundamento.

El de perfección en general es mejor porque conserva la idea de una voluntad buena en sí.

El problema que tienen estos principios es que establecen heteronomía de la voluntad como fundamento primero de la moralidad.

La voluntad es determinada no por sí misma, sino porque se quiere una cosa.

No puede dar IC.

¿Cómo es posible y por qué es necesaria una proposición práctica sintética a priori?

Esto cae fuera de los límites de la metafísica de las costumbres.

Hace falta un uso sintético posible de la razón pura práctica, precedida por una crítica de esta facultad.

Capítulo 3. Tránsito de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón práctica pura.

El concepto de libertad es la clave para explicar la autonomía de la voluntad:

Voluntad: especie de causalidad de los seres vivos, en tanto son racionales.

Libertad: propiedad de esta causalidad, por la que puede ser eficiente, sin depender de otras causas que la determinen.

Necesidad natural: propiedad de la causalidad de seres irracionales de ser determinados a la acción por causas extrañas.

De esta definición negativa de libertad (que no permite conocer su esencia) se deriva un concepto positivo.

La libertad tiene una causalidad según leyes inmutables de una particular especie.

La libertad de la voluntad es autonomía, siendo lo mismo una voluntad libre que una voluntad sometida a leyes morales (autoimpuestas).

La libertad como propiedad de la voluntad debe presuponerse en todos los seres racionales: pues la moralidad es la ley para todo ser racional, y sólo puede derivarse de la idea de libertad (no la conoceremos, pero todos la afirmamos) que es necesaria para pensar en una autolegislación.

Del interés que reside en las ideas de la moralidad: aparente círculo vicioso: nos pensamos libres en el orden de las causas eficientes, y sometidos a leyes morales en el de los fines, y luego nos pensamos sometidos a estas leyes porque nos hemos atribuido la libertad de la V. Pues libertad y autolegislación de la voluntad son las dos autonomía, una no puede explicar a la otra.

Salida: ver si cuando nos pensamos, por la libertad, como causas eficientes a priori, tenemos objetos no otro punto de vista que cuando nos vemos a nosotros mismos, según nuestras acciones, como efectos que vemos ante nuestros ojos.

No podemos conocer la cosa en sí, pero sí el fenómeno; distinción MS-MI (su fundamento, siempre idéntico).

El hombre está en el MS (por la percepción de sensaciones) y en el MI (por lo que llega a la conciencia inmediatmante).

El hombre tiene, entendimiento (sólo sirve para reducir a reglas las representaciones sensibles) y aparte razón (distingue MS-MI).

El hombre debe pensarse como inteligencia y como perteneciente al MI.

En tanto pertenece al MS, rigen sus acciones leyes naturales (heteronomía), en tanto al MI, por leyes fundadas en la razón.

El principio universal de moralidad (ligado al de autonomía y por ende al de libertad) es el fundamento de las acciones de todos los seres racionales, en tanto que la ley natural a todos los fenómenos.

Chao círculo vicioso: si nos pensamos como libres, nos incluimos en el MI; si como obligados, en el MS y también el MI.

¿Cómo es posible un imperativo categórico?: me sé del MI (cuya causalidad es la V) y también del MS (mis acciones son fenómenos de la V).

Si perteneciese sólo al MI: mis acciones: conformes al principio supremo de moralidad; si al MS, según el de felicidad.

Perteneciendo a los dos, a las leyes del MI las debo considerar como I, y las acciones conformes a él como deberes.

El imperativo categórico es posible porque por la idea de libertad soy miembro del MI, pero como también lo soy del MS, mis acciones deben ser conformes a dicha autonomía. Este es un deber categórico, y es una proposición sintética a priori, porque une la idea de una voluntad sensible con la misma V, pero del MI, pura, y lo hace a priori. Esto está en la mente de todos, que sentimos la necesidad de limitar los impulsos, y entrar en el MI y sentirse así mejor gente. Hay deber porque también estamos en el MS.

De los extremos límites de toda Filosofía práctica: La libertad con respecto a la voluntad no es un concepto de la experiencia.

También lo que ocurre debe ser determinado por leyes naturales, pero la necesidad natural tampoco se ve en la experiencia.

La libertad es sólo una idea de la razón (su realidad objetiva es dudosa). La naturaleza es un concepto de entendimiento (y demuestra su realidad en ejemplos de la experiencia). Nace una dialéctica de la razón porque, la libertad que se atribuye a la voluntad parece contradecirse con la necesidad natural, y la razón, desde el punto de vista especulativo, ve más fácil el camino de la necesidad natural, y desde el práctico, sólo mediante la libertad se puede hacer uso de la razón en nuestras acciones u omisiones, así que no podemos dejarla de lado. Hay que suponer que no hay contradicción entre libertad y necesidad natural de la misma acción.

Para eliminar la contradicción la filosofía especulativa debe mostrar que al hombre lo pensamos de dos modos diferentes (como miembro del MS y del MI) y que ambos hombres están necesariamente unidos en el mismo S.

No es contradictorio que el S esté como fenómeno bajo ciertas leyes (pertenece al MS), y como ser en sí no dependa de ellas.

La razón práctica traspasa sus límites, no por pensarse en un MI, sino cuando quiere intuirse, pensarse en él.

El concepto de MI es un punto de vista que la razón debe tomar fuera de los fenómenos para pensarse como práctica. Pero la razón traspasa su límites si se pregunta cómo puede ser práctica la razón, que es igual a preguntar cómo es posible la libertad.

Esto porque nada podemos explicarlo sin reducirlo a leyes cuyo objetos pueda darse en una experiencia, y la libertad es una mera idea, cuya realidad objetiva no puede exponerse por leyes naturales, en una experiencia posible: donde cesa la determinación por leyes naturales cesa toda explicación, sólo resta la defensa (rechazar los argumentos de quienes niegan la libertad).

IC (y con él la moralidad) me interesa pues vale para mí, como hombre, pues nació de mi V, como inteligencia, y así, de mi yo.

IC: posible: necesidad de suponer la libertad; se puede conocer esta; esto basta para el uso práctico de la razón, objetos sea para convencer de la validez del I y por ende, de la ley moral; pero no se puede conocer cómo es posible dicha suposición.

Necesidad práctica (o sea en la idea) e incondicionada de establecer la libertad como condición de toda acción voluntaria.

El MI es lo que sobra cuando saqué de los fundamentos que determinan mi voluntad lo sensible y probé que hay algo más, punto.

Observación final: hay que llevar el conocimiento de la razón hasta la conciencia de su necesidad, pero la necesidad, de lo que es objetos de lo que debe ser, la razón no la puede conocer sin poner una condición bajo la cual es objetos debe ser.

La razón no puede hacer concebible una ley práctica incondicionada (como debe ser el IC) en su absoluta necesidad, pero puede concebir su inconcebibilidad, conociendo sus propios límites.

Kant Grundlegung II

Capítulo II.

TRÁNSITO DE LA FILOSOFÍA MORAL POPULAR A LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES.

(1)
Si el concepto de deber que tenemos por ahora ha sido obtenido a partir del uso común de nuestra razón práctica, no debe inferirse, de ninguna manera, que lo hayamos tratado como concepto de experiencia. Todo lo contrario: si prestamos atención a la experiencia del hacer y omitir humanos encontramos quejas no sólo numerosas sino (hemos de admitirlo) también justas, por no haber podido adelantar ejemplos seguros de la disposición de espíritu de quien obra por el puro deber; hallamos que aunque muchas acciones suceden en conformidad con lo que ordena el deber, siempre cabe la duda de si han ocurrido por deber, y, por lo tanto, de si poseen un valor moral. Por eso ha habido en todos los tiempos filósofos que han negado en absoluto la realidad de esa disposición de espíritu en las acciones humanas y lo han atribuido todo a un egoísmo más o menos refinado, aunque no por eso han puesto en duda la exactitud del concepto de moralidad. Más bien han hecho mención, con íntima pena, de la fragilidad e impureza de la naturaleza humana, que si bien es lo bastante noble como para proponerse como precepto una idea tan digna de respeto, es al mismo tiempo demasiado débil para ponerla en práctica, y emplea la razón, que debería servirle de legisladora, para administrar el interés de las inclinaciones, bien sea aisladamente, bien sea (en la mayoría de las ocasiones) en su más alto grado de compatibilidad mutua.

(2)
En realidad es absolutamente imposible determinar por medio de la experiencia y con absoluta certeza un solo caso en que la máxima de una acción, por lo demás conforme con el deber, haya tenido su asiento en fundamentos exclusivamente morales y por medio de la representación del deber. Pues a veces se da el caso de que, a pesar del examen más penetrante, no encontramos nada que haya podido ser bastante poderoso —independientemente del fundamento moral del deber— como para mover a tal o cual buena acción o a un gran sacrificio, sólo que de ello no podemos concluir con seguridad que la verdadera causa determinante de la voluntad no haya sido en realidad algún impulso secreto del egoísmo oculto tras el simple espejismo de aquella idea: solemos preciarnos mucho de poseer algún fundamento determinante lleno de nobleza, pero es algo que nos atribuimos falsamente. Sea como sea, y aun ejercitando el más riguroso de los exámenes, no podemos nunca llegar por completo a los más recónditos motores de la acción, puesto que cuando se trata del valor moral no importan las acciones, que se ven, sino sus principios íntimos, que no se ven.

(3)
A esos que se burlan de la moralidad y la consideran una simple ensoñación de la fantasía humana llevada más allá de sí misma a causa de su vanidad no se les puede hacer más preciado favor que concederles que los conceptos del deber (como todos los demás, según les hace creer su comodidad) se derivan única y exclusivamente de la experiencia, pues de ese modo, en efecto, se les ofrece un triunfo seguro. Por amor a los hombres voy a admitir que la mayor parte de nuestras acciones son conformes al deber; pero si se miran de cerca los pensamientos y los esfuerzos, se tropieza uno por todas partes con el amado yo, que continuamente se destaca y sobre el que se fundamentan los propósitos, y no sobre el estrecho mandamiento del deber, que muchas veces exigiría la renuncia y el sacrificio. No se necesita ser un enemigo de la virtud: basta con observar el mundo con sangre fría, sin tomar enseguida por realidades los vivísimos deseos en pro del bien, para dudar en ciertos momentos (sobre todo cuando el observador es ya de edad avanzada y posee una capacidad de juzgar que la experiencia ha afinado y agudizado para la observación) de si realmente se halla en el mundo una virtud verdadera. Y aquí no hay nada que pueda evitarnos la caída completa de nuestra idea de deber y permitirnos conservar en el alma un respeto bien fundamentado a su ley, a no ser la clara convicción de que no importa que no haya habido nunca acciones emanadas de esas puras fuentes, pues no se trata aquí de si sucede esto o aquello, sino de que la razón, por sí misma e independientemente de todo fenómeno, ordena lo que debe suceder, y que algunas acciones, de las que el mundo quizá no ha dado todavía ningún ejemplo y hasta de cuya realizabilidad puede dudar muy mucho quien todo lo fundamenta en la experiencia, son ineludiblemente mandadas por la razón. Así, por ejemplo, la pura lealtad en las relaciones de amistad no podría dejar de ser exigible a todo hombre, aunque hasta hoy no hubiese habido ningún amigo leal, porque, como deber en general, este deber reside, antes que en toda experiencia, en la idea de una razón que determina la voluntad por fundamentos a priori.

(4)
Añádase a esto que, si no se quiere negar al concepto de moralidad toda verdad y toda relación con un objeto posible, no puede ponerse en duda que su ley es de tan extensa significación que tiene validez no sólo para los hombres sino para todos los seres racionales en general, y no sólo bajo condiciones contingentes y con excepciones sino de un modo absolutamente necesario, por lo cual resulta claro que no hay experiencia que pueda dar ocasión de inferir ni siquiera la posibilidad de semejantes leyes apodícticas. En efecto, ¿con qué derecho podemos tributar un respeto ilimitado a lo que acaso no sea válido más que en las condiciones contingentes de la humanidad y considerarlo precepto universal para toda naturaleza racional? ¿cómo vamos a considerar las leyes de determinación de nuestra voluntad como leyes de determinación de la voluntad de un ser racional en general y, precisamente por ello, válidas también para nosotros, si fueran simplemente empíricas y no tuvieran su origen completamente a priori en una razón pura práctica?

(5)
El peor servicio que puede hacerse a la moralidad es querer deducirla de determinados ejemplos, porque cualquier ejemplo que se me presente en este sentido tiene que ser previamente juzgado, a su vez, según principios de la moralidad para saber si es digno de servir de ejemplo originario, esto es, de modelo, así que el ejemplo no puede ser de ninguna manera el que nos proporcione el concepto de moralidad. El mismo Santo del evangelio tiene que ser comparado, ante todo, con nuestro ideal de la perfección moral antes de que le reconozcamos como tal. Y él dice de sí mismo:. Mas ¿de dónde tomamos entonces el concepto de Dios como bien supremo ? Exclusivamente de la idea que la razón a priori bosqueja de la perfección moral y vincula inseparablemente al concepto de una voluntad libre. La imitación no tiene lugar alguno en el terreno de la moral, y los ejemplos sólo sirven como estímulos, al poner fuera de duda la posibilidad de hacer lo que manda la ley, presentándonos intuitivamente lo que la regla práctica expresa de una manera universal, pero no autorizando nunca a que se deje a un lado su verdadero original, que reside en la razón, para limitarse a regir la conducta por medio de ejemplos.

(6)
Así pues, si no hay ningún verdadero principio supremo de la moralidad que no descanse en la razón pura independientemente de toda experiencia, creo que ni siquiera es necesario preguntar si será bueno establecer a priori esos conceptos con todos los principios pertenecientes a ellos y exponerlos en general (in abstracto), en cuanto que su conocimiento debe distinguirse del conocimiento común y llamarse . Pero en esta época nuestra podría, acaso, ser necesario hacerlo, pues si reuniéramos votos sobre si debe preferirse un conocimiento racional puro separado de todo lo empírico, es decir, una metafísica de las costumbres, o una filosofía práctica popular, pronto se adivina de qué lado se inclinaría el peso de la balanza.

(7)
Este descender a conceptos populares es ciertamente muy plausible, a condición de que se haya realizado previamente el ascenso a los principios de la razón pura y se haya llegado en este sentido a una completa satisfacción. Esto quiere decir que conviene fundamentar primero la teoría de las costumbres en una metafísica, y luego, una vez que ha adquirido suficiente firmeza, procurarle acceso por medio de la popularidad. Pero es completamente absurdo querer descender a lo popular en la primera investigación, de la que depende toda la exactitud de los principios. Y no es sólo que un proceder semejante no puede tener nunca la pretensión de alcanzar el mérito rarísimo de la verdadera popularidad filosófica, pues no se necesita mucho arte para ser entendido por todos si para ello se empieza renunciando a todo conocimiento bien fundamentado, sino que además da lugar a una repulsiva mezcla de observaciones traídas por los pelos y de principios medio inventados, que embelesa a los espíritus mediocres porque hallan en ella lo necesario para su charla cotidiana, pero que produce en los que conocen el asunto confusión y descontento hasta el punto de hacerles apartar la vista; en cambio los filósofos, que perciben muy bien todos esos fuegos de artificio, reciben poca atención, aun cuando, después de apartarse por un tiempo de la supuesta popularidad y habiendo adquirido conocimientos precisos, podrían con justicia aspirar a ser populares.

(8)
No hay más que mirar los ensayos sobre la moralidad que se han escrito según los gustos de esa moda, y se verá enseguida cómo se mezclan en extraño consorcio, ya la peculiar determinación de la naturaleza humana (comprendida en ella también la idea de una naturaleza racional en general), ya la perfección, ya la felicidad, aquí el sentimiento moral, allí el temor de Dios, un poco de esto, otro poco de aquello, etc., sin que a nadie se le ocurra preguntar si los principios de la moralidad han de buscarse en el conocimiento de la naturaleza humana (que no podemos obtener más que por medio de la experiencia) o si, en el caso de que la respuesta sea negativa, deben buscarse en los conceptos absolutamente puros de la razón, libres de todo cuanto sea empírico y completamente a priori, y no en ninguna otra parte; si, además, debe tomarse la decisión de poner aparte esta investigación como filosofía práctica pura o (si es lícito emplear un nombre tan difamado) metafísica de las costumbres[7] , llevarla por sí sola a su máxima perfección y consolar al público, deseoso de popularidad, hasta la terminación de aquella empresa.

[7] [Nota de Kant: Así como se distinguen la matemática pura y la matemática aplicada, y la lógica pura y la lógica aplicada, pueden distinguirse, si se quiere, la filosofía pura de las costumbres (metafísica) y la filosofía aplicada (sobre todo a la naturaleza humana). Esta distinción nos recuerda inmediatamente que los principios morales no deben fundamentarse en las propiedades de la naturaleza humana, sino que han de subsistir por sí mismos a priori, pero que debe ser posible derivar de esos principios reglas prácticas para toda naturaleza racional y, por lo tanto, también para la naturaleza humana.]

(9)
Pero esta metafísica de las costumbres, totalmente aislada y sin ninguna mezcla de antropología, ni de teología, ni de física o hiperfísica, ni menos aún de cualidades ocultas (lo que podríamos llamar hipofísica), no es sólo un indispensable sustrato de todo conocimiento teórico de los deberes determinado con seguridad, sino al mismo tiempo un desideratum de la mayor importancia para la verdadera realización de sus preceptos. En efecto, la representación pura del deber y, en general, de la ley moral sin mezcla de las adiciones extrañas de atractivos empíricos tiene sobre el corazón humano, por el solo camino de la razón (que por medio de ella se da cuenta por primera vez de que también puede ser por sí misma una razón práctica), un influjo tan superior a todos los demás resortes que podrían sacarse del campo empírico que, consciente de su propia dignidad, los desprecia y se convierte poco a poco en maestra del hombre [8] . En cambio, una teoría de la moralidad mezclada y compuesta de resortes extraídos de los sentimientos y de las inclinaciones y al mismo tiempo de conceptos racionales deja inevitablemente el ánimo oscilante entre causas determinantes diversas, irreductibles a un principio y que pueden conducir al bien sólo por casualidad, pera que la mayoría de las veces lo hacen hacia el mal.

[8] [Nota de Kant: Poseo una carta del difunto Sulzer en la que este hombre excelente me pregunta cuál puede ser la causa de que las teorías de la virtud por muy convincentes que sean para la razón, resulten, sin embargo, tan poco eficaces. Mi contestación se retrasó a causa de los preparativos que estaba haciendo para darla completa. Pero no es otra más que ésta: los teóricos de la virtud no han depurado sus conceptos y, queriendo hacerlo mejor y acopiando por todas partes causas determinantes del bien moral para hacer enérgica la medicina, terminan por echarla a perder. Pues, en efecto, la más vulgar observación muestra que cuando se representa un acto de honradez realizado con independencia de toda intención de provecho en este mundo o en otro, llevado a cabo con ánimo firme bajo las mayores tentaciones de miseria o atractivos diversos, deja muy por debajo de si a cualquier otro acto semejante que esté afectado en lo más mínimo por un motivo extraño, eleva el alma y despierta el deseo de hacer otro tanto. Incluso niños de mediana edad sienten esta impresión, por lo que no se les debería presentar los deberes de otra manera.]

(10)
Por todo lo dicho se ve claramente que todos los conceptos morales tienen su asiento y origen, completamente a priori, en la razón, y ello tanto en la razón humana más común como en la más altamente especulativa; que no pueden ser abstraídos de ningún conocimiento empírico y, por tanto, contingente; que en esa pureza de su origen reside precisamente su dignidad, la dignidad de servirnos de principios prácticos supremos; que siempre que les añadimos algo empírico restamos otro tanto de su legítimo influjo y empobrecemos el valor ilimitado de las acciones; que no es sólo por una absoluta necesidad teórica en lo que atañe a la especulación, sino también por su extraordinaria importancia práctica, por lo que resulta indispensable obtener los conceptos y las leyes morales a partir de una razón pura, exponerlos puros y sin mezcla e incluso determinar la extensión de todo ese conocimiento práctico puro, es decir, toda la facultad de la razón pura práctica, pero todo ello sin hacer que los principios dependan de la especial naturaleza de la razón humana, como lo permite y hasta lo exige a veces la filosofía especulativa, sino derivándolos del concepto universal de un ser racional en general, y de esta manera, la moral, que necesita de la antropología para su aplicación al género humano, habrá de exponerse antes que nada de una manera completamente independiente de ésta, como filosofía pura, es decir, como metafísica (cosa que muy bien se puede hacer en esta especie de conocimientos totalmente separados), teniendo plena conciencia de que, sin estar en posesión de tal metafísica, no ya sólo sería inútil intentar distinguir con exactitud, de cara a un enjuiciamiento especulativo, lo propiamente moral del deber de lo que simplemente es conforme al deber, sino que ni siquiera sería posible, en el mero uso común y práctico de la instrucción moral, fundamentar las costumbres en sus verdaderos principios y fomentar así las disposiciones morales puras del ánimo e inculcarlas en los espíritus para el mayor bien del mundo.

(11)
Ahora bien, para que en esta investigación vayamos por sus pasos naturales y pasemos no sólo del enjuiciamiento moral común (que es aquí muy digno de respeto) al filosófico, como ya hemos hecho, sino de una filosofía popular, que no puede llegar más allá de donde la lleve su tantear por entre ejemplos, a la metafísica (que no se deja detener por nada empírico y, al tener que medir el conjunto total del conocimiento racional de esta clase llega hasta las ideas mismas, donde los ejemplos nada tienen que hacer), tenemos que investigar y exponer claramente la facultad práctica de la razón, desde sus reglas universales de determinación hasta allí donde surge el concepto del deber.

(12)
En la naturaleza cada cosa actúa siguiendo ciertas leyes. Sólo un ser racional posee la facultad de obrar por la representación de las leyes, esto es, por principios, pues posee una voluntad. Como para derivar las acciones a partir de las leyes es necesaria la razón, resulta que la voluntad no es otra cosa que razón practica. Si la razón determina indefectiblemente la voluntad de un ser, las acciones de éste, reconocidas como objetivamente necesarias, son también subjetivamente necesarias, es decir, que la voluntad es una facultad de no elegir nada más que lo que la razón reconoce como prácticamente necesario, es decir, como bueno, independientemente de la inclinación. Pero si la razón por sí sola no determina suficientemente la voluntad; si la voluntad se halla sometida también a condiciones subjetivas (ciertos resortes) que no siempre coinciden con las condiciones objetivas; en una palabra, si la voluntad no es en sí plenamente conforme a la razón (tal y como realmente sucede en los hombres), entonces las acciones consideradas objetivamente necesarias son subjetivamente contingentes, y la determinación de tal voluntad en conformidad con las leyes objetivas se denomina constricción, es decir, que la relación de las leyes objetivas para con una voluntad no enteramente buena se representa como la determinación de la voluntad de un ser racional por medio de fundamentos racionales, pero a los cuales esta voluntad no es por su naturaleza necesariamente obediente.

(13)
La representación de un principio objetivo en cuanto que es constrictivo para una voluntad se denomina mandato (de la razón), y la fórmula del mandato se llama imperativo.

(14)
Todos los imperativos se expresan por medio de un <<deber ser>> y muestran así la relación de una ley objetiva de la razón con una voluntad que, por su constitución subjetiva, no es determinada necesariamente por tal ley (constricción). Se dice que sería bueno hacer o dejar de hacer algo, sólo que se le dice a una voluntad que no siempre hace lo que se le representa como bueno. Es bueno prácticamente, en cambio, aquello que determina la voluntad por medio de representaciones de la razón y, en consecuencia, no por causas subjetivas sino objetivas, es decir, por fundamentos que son válidos para todo ser racional en cuanto tal. Se distingue de lo agradable en que esto último es aquello que ejerce influjo sobre la voluntad exclusivamente por medio de la sensación, por causas meramente subjetivas, que valen sólo para éste o aquél, sin ser un principio de la razón válido para cualquiera.[11]

[11] [Nota de Kant: La dependencia en que la facultad de desear se halla con respecto a las sensaciones se llama inclinación, que demuestra siempre una exigencia. Cuando una voluntad determinada de un modo contingente depende de principios de la razón nos encontramos ante un interés. El interés sólo se encuentra, por tanto, en una voluntad dependiente que no siempre es por sí misma conforme a la razón: en la voluntad divina no cabe pensar en la existencia de un interés. Pero la voluntad humana puede también tomar interés por algo sin por ello obrar por interés. Lo primero significa el interés práctico en la acción; lo segundo, el interés patológico en el objeto de la acción. Lo primero demuestra que la voluntad depende de principios de la razón en sí misma, mientras que lo segundo demuestra que la voluntad depende de principios de la razón con respecto a la inclinación, pues, en efecto, la razón no hace aquí más que dar la regla práctica de cómo poder satisfacer la exigencia de la inclinación. En el primer caso me interesa la acción; en el segundo, el objeto de la acción (en cuanto que me es agradable). Ya hemos visto en el primer capítulo que cuando una acción se cumple por deber no hay que mirar el interés en el objeto sino exclusivamente en la acción misma y su principio fundamentado en la razón (la ley).]

(15)
Una voluntad perfectamente buena se hallaría, según esto, bajo leyes objetivas (del bien), pero no podría representarse como coaccionada para realizar acciones simplemente conformes al deber, puesto que se trata de una voluntad que, según su constitución subjetiva, sólo acepta ser determinada por la representación del bien. De aquí que para la voluntad divina y, en general, para una voluntad santa, no valgan los imperativos: el <<debe ser>> no tiene un lugar adecuado aquí, porque ese tipo de querer coincide necesariamente con la ley. Por eso los imperativos constituyen solamente fórmulas para expresar la relación entre las leyes objetivas del querer en general y la imperfección subjetiva de la voluntad de tal o cual ser racional, por ejemplo, de la voluntad humana.

(16)
Pues bien, todos los imperativos mandan, o bien hipotéticamente, o bien categóricamente. Aquéllos representan la necesidad práctica de una acción posible como medio de conseguir otra cosa que se quiere (o que es posible que se quiera). El imperativo categórico sería aquel que representa una acción por sí misma como objetivamente necesaria, sin referencia a ningún otro fin.

(17)
Puesto que toda ley práctica representa una acción posible como buena y, por tanto, como necesaria para un sujeto capaz de determinarse prácticamente por la razón, resulta que todos los imperativos son fórmulas de la determinación de la acción que es necesaria según el principio de una voluntad buena. Ahora bien, si la acción es buena sólo como medio para alguna otra cosa, el imperativo es hipotético, pero si la acción es representada como buena en sí, es decir, como necesaria en una voluntad conforme en sí con la razón, o sea, como un principio de tal voluntad, entonces el imperativo es categórico.

(18)
El imperativo dice, pues, qué acción posible por mí es buena, y representa la relación de una regla práctica con una voluntad que no hace una acción sólo por el hecho de ser una acción buena, primero, porque el sujeto no siempre sabe que es buena, y segundo, porque, aunque lo supiera, sus máximas podrían ser contrarias a los principios objetivos de una razón práctica.

(19)
El imperativo hipotético señala solamente que la acción es buena para algún propósito posible o real. En el primer caso es un principio problemático-práctico, mientras que en el segundo es un principio asertórico-práctico. El imperativo categórico, que, sin referencia a ningún propósito, es decir, sin ningún otro fin, declara la acción objetivamente necesaria en sí misma, tiene el valor de un principio apodíctico-práctico.

(20)
Aquello que es posible para las capacidades de algún ser racional puede pensarse como propósito posible para alguna voluntad. Por eso, los principios de la acción en cuanto que ésta es representada como necesaria para conseguir algún propósito posible son, en realidad, infinitos. Todas las ciencias contienen alguna parte práctica que consiste en proponer problemas que constituyen algún fin posible para nosotros, así como en imperativos que dicen cómo puede conseguirse tal fin. Éstos pueden llamarse, en general, imperativos de habilidad. No se trata de si el fin es racional y bueno, sino sólo de lo que hay que hacer para conseguirlo. Los preceptos que sigue el médico para curar perfectamente a un hombre y los que sigue el envenenador para matarlo son de igual valor, en cuanto que cada uno de ellos sirve para realizar perfectamente su propósito. En la primera juventud nadie sabe qué fines podrán ofrecérsenos en la vida, y por eso los padres tratan de que sus hijos aprendan muchas cosas y procuran darles habilidad para el uso de los medios útiles a cualquier tipo de fines, puesto que no pueden determinar de ninguno de ellos si no será más adelante un propósito real del educando, siendo posible que alguna vez lo considere como tal. Y es tan grande este cuidado, que los padres suelen olvidar reformar y corregir el juicio de los niños sobre el valor de las cosas que pudieran proponerse como fines.

(21)
No obstante, hay un fin que puede presuponerse como real en todos los seres racionales (en cuanto que les convienen los imperativos, como seres dependientes que son); hay un propósito que no sólo pueden tener, sino que puede suponerse con total seguridad que todos tienen por una necesidad natural, y éste es el propósito de felicidad. El imperativo hipotético que representa la necesidad práctica de la acción como medio de fomentar la felicidad es asertórico. No es lícito presentarlo como necesario sólo para un propósito incierto y simplemente posible, sino que ha de serlo para un propósito que podemos suponer con plena seguridad y a priori en todo hombre porque pertenece a su esencia. Ahora bien, la habilidad al elegir los medios para conseguir la mayor cantidad posible de bienestar propio podemos llamarla sagacidad en sentido estricto. [13] Así pues, el imperativo que se refiere a la elección de dichos medios, esto es, el precepto de la sagacidad, es hipotético: la acción no es mandada absolutamente, sino como simple medio para otro propósito. 

[13] [(Nota de Kant: La palabra se toma en dos sentidos: en un caso puede llevar el nombre de sagacidad mundana, en el otro, el de sagacidad privada. La primera es la habilidad de un hombre que tiene influjo sobre los demás para usarlos en pro de sus propósitos, mientras que la segunda es el conocimiento que reúne todos esos propósitos para el propio provecho duradero. La segunda es la que da propiamente valor a la primera, hasta el punto de que de quien es sagaz en la primera acepción y no en la segunda podría decirse que es hábil y astuto, pero no sagaz en sentido pleno.]

(22)
Por último, hay un imperativo que, sin poner como condición ningún propósito a obtener por medio de cierta conducta, manda esa conducta inmediatamente. Tal imperativo es categórico. No se refiere a la materia de la acción y a lo que ha de producirse con ella, sino a la forma y al principio que la gobierna, y lo esencialmente bueno de tal acción reside en el ánimo del que la lleva a cabo, sea cual sea el éxito obtenido. Este imperativo puede llamarse imperativo de la moralidad.

(23)
El querer, según estas tres clases de principios, también se distingue claramente por el grado de desigualdad en la constricción de la voluntad. Para hacerla patente, yo creo que la denominación más adecuada en el orden de los principios sería decir que son, o bien reglas de la habilidad, o bien consejos de la sagacidad, o bien mandatos (leyes) de la moralidad. En efecto, sólo la ley lleva consigo el concepto de una necesidad incondicionada y objetiva, y, por tanto, válida universalmente, y los mandatos son leyes a las que hay que obedecer, esto es, dar cumplimiento aun en contra de las inclinaciones. El consejo, sin duda, encierra necesidad, sólo que ésta es válida bajo la condición subjetiva y contingente de que este o aquel hombre incluya tal o cual cosa entre las que pertenecen a su felicidad. En cambio, el imperativo categórico no es limitado por ninguna condición y puede considerarse propiamente un mandato, por ser, como es, absoluto a la vez que prácticamente necesario. Los primeros imperativos podrían llamarse también técnicos (pertenecientes al arte); los segundos, pragmáticos (pertenecientes al bienestar [14]), y los terceros, morales (pertenecientes a la conducta libre en general, es decir, a las costumbres).

[14] [Nota de Kant: Me parece que ésta es la manera más exacta de determinar la función propia de la palabra , ya que, en efecto, se llaman pragmáticas a las sanciones que no se originan propiamente del derecho de los Estados como leyes necesarias, sino del cuidado por la felicidad universal. Una Historia es pragmática cuando nos hace sagaces, o sea, cuando nos enseña cómo poder procurar mejor nuestro provecho o, al menos, tan bien como nuestros antecesores.]

(24)
Ahora se plantea la siguiente cuestión: ¿cómo son posibles todos esos imperativos? Esta pregunta no pretende saber cómo puede pensarse el cumplimiento de la acción ordenada por el imperativo, sino cómo puede pensarse la constricción de la voluntad que el imperativo expresa. No hace alta una explicación especial de cómo es posible un imperativo de habilidad. El que quiere un fin quiere también (en cuanto que la razón tiene un decisivo influjo sobre sus acciones) el medio indispensablemente necesario para alcanzarlo si está en su poder. Esta proposición es, en lo que se refiere al querer mismo, analítica, pues en el querer un objeto como producto de mi acción está ya pensada mi causalidad como causa activa, es decir, el uso de los medios, y el imperativo extrae el concepto de las acciones necesarias para tal fin del concepto de un querer ese fin (para determinar los propios medios conducentes a un determinado propósito hacen falta, sin duda, proposiciones sintéticas, pero éstas atañen al fundamento para hacer real el objeto, no al fundamento para hacer real el acto mismo de la voluntad). Que para dividir una línea en dos partes iguales según un principio seguro tengo que trazar desde sus extremos dos arcos de círculo es algo que la matemática enseña, sin duda, por proposiciones sintéticas, pero una vez que sé que solo mediante esa acción puede producirse el efecto citado, si quiero íntegro tal efecto quiero también la acción necesaria para él, y esto último sí es una proposición analítica, pues es lo mismo representarme algo como efecto posible de cualquier actividad mía y representarme a mí mismo obrando de esa manera para la obtención de tal efecto.

(25)
Los imperativos de la sagacidad coincidirían completamente con los de la habilidad y serían, como éstos, analíticos si fuera igualmente fácil dar un concepto determinado de la felicidad. Pues aquí como allí se podría afirmar que el que quiere el fin quiere también (de conformidad con la razón necesariamente) los medios que están para ello en su poder. Pero es una desgracia que el concepto de felicidad sea un concepto tan indeterminado que, aun cuando todo hombre desea alcanzarla nunca puede decir de una manera bien definida y sin contradicción lo que propiamente quiere y desea. La causa de ello es que todos los elementos que pertenecen al concepto de la felicidad son empíricos, es decir, que tienen que derivarse de la experiencia, y que, sin embargo, para la idea de felicidad se exige un todo absoluto, un máximum de bienestar en mi estado actual y en todo estado futuro. Ahora bien, es imposible que un ser, por muy perspicaz y poderoso que sea, siendo finito, se haga un concepto determinado de lo que propiamente quiere en este sentido. Si quiere riqueza ¡cuántas preocupaciones, cuánta envidia, cuántas asechanzas no podrá atraerse con ella! ¿Quiere conocimiento y saber? Pero quizá esto no haga sino darle una visión más aguda que le mostrará más terribles aún los males que ahora están ocultos para él y que no puede evitar, o impondrá a sus deseos, que ya bastante le dan que hacer, necesidades nuevas. ¿Quiere una larga vida? ¿Quién le asegura que no ha de ser una larga miseria? ¿Quiere al menos tener salud? Pero ¿no ha sucedido muchas veces que la flaqueza del cuerpo le ha evitado caer en excesos que habría cometido de haber tenido una salud perfecta? etc., etcétera. En suma, nadie es capaz de determinar con plena certeza mediante un principio cualquiera qué es lo que le haría verdaderamente feliz, porque para eso se necesitaría una sabiduría absoluta. Así pues, para ser feliz no cabe obrar por principios determinados sino sólo por consejos empíricos, por ejemplo, de dieta, de ahorro, de cortesía, de comedimiento, etc.; la experiencia enseña que estos consejos son los que mejor fomentan, por lo general, el bienestar. De aquí se deduce que los imperativos de la sagacidad no pueden, hablando con rigor, mandar, esto es, exponer objetivamente ciertas acciones como necesarias prácticamente; que hay que considerarlos más bien como consejos (consilia) que como mandatos (praecepta) de la razón, y que el problema de determinar con seguridad y universalidad qué acción fomenta la felicidad de un ser racional es totalmente irresoluble, puesto que no es posible a este respecto un imperativo que mande en sentido estricto realizar lo que nos haga felices, porque la felicidad no es un ideal de la razón sino de la imaginación, que descansa en fundamentos meramente empíricos, de los cuales en vano se esperará que determinen una acción por la cual se alcance la totalidad —en realidad infinita— de consecuencias. Este imperativo de la sagacidad sería, además (admitiendo que los medios para llegar a la felicidad pudieran indicarse con certeza), una proposición analítico-práctica, pues sólo se distingue del imperativo de la habilidad en que en éste el fin es sólo posible y en aquél el fin está dado. Ahora bien, como ambos ordenan sólo los medios para aquello que se supone ser deseado como fin, resulta que el imperativo que manda querer los medios a quien quiere el fin es en ambos casos analítico. Así pues, no hay ninguna dificultad con respecto a la posibilidad de tal imperativo.

(26)
En cambio, el único problema que necesita solución es, sin duda alguna, el de cómo es posible el imperativo de la moralidad, porque éste no es hipotético y, por lo tanto, la necesidad representada objetivamente no puede fundamentarse en ninguna suposición previa, como en los imperativos hipotéticos. Ahora bien, no debe perderse de vista que no existe ningún ejemplo ni forma de decidir empíricamente si hay semejante imperativo, sino que, por el contrario, se debe sospechar siempre que algunos imperativos aparentemente categóricos pueden ser en el fondo hipotéticos. Así, por ejemplo, cuando se dice no debes prometer falsamente y se admite que la necesidad de tal omisión no es un simple consejo encaminado a evitar un mal mayor, como sería si se dijese no debes prometer falsamente; no vayas a perder tu crédito al ser descubierto, sino que se afirma que una acción de esta especie tiene que considerarse mala en sí misma, entonces el imperativo de la prohibición es categórico. Sin embargo, no se puede mostrar con seguridad en ningún ejemplo que la voluntad se determina aquí sin ningún otro motor y sólo por la ley, aunque así lo parezca, pues siempre es posible que en secreto el temor a la vergüenza o acaso también el recelo oscuro de otros peligros tengan influjo sobre la voluntad. ¿Quién puede demostrar la no existencia de una causa por la experiencia cuando ésta sólo nos enseña que no percibimos tal causa? De esta manera, el llamado imperativo moral, que parece un imperativo categórico incondicionado, sería en realidad un precepto pragmático que nos hace atender a nuestro provecho y nos enseña solamente a tenerlo en cuenta.

(27)
Por consiguiente, tendremos que investigar completamente a priori la posibilidad de un imperativo categórico, porque aquí no contamos con la ventaja de que su realidad nos sea dada en la experiencia, ya que en tal caso sólo sería preciso explicar su posibilidad sin necesidad de establecerla. Por eso hemos de comprender, por el momento, que el imperativo categórico es el único que se expresa en una ley práctica, y que los demás imperativos pueden llamarse principios de la voluntad pero no leyes de la voluntad, porque lo que sólo es necesario hacer como medio para conseguir un propósito cualquiera puede considerarse contingente en sí mismo, y en todo momento podemos quedar libres del precepto al renunciar al propósito, mientras que el mandato incondicionado no deja a la voluntad ninguna libertad con respecto al objeto y, por tanto, lleva en sí mismo aquella necesidad que exigimos siempre de la ley.

(28)
En segundo lugar, la naturaleza de la dificultad que se halla en este imperativo categórico o ley de la moralidad (la dilucidación de su posibilidad misma) es muy especial. Se trata de una proposición sintético-práctica a priori [15], y puesto que el conocimiento de la posibilidad de este género de proposiciones ya fue bastante difícil en la filosofía teórica, fácilmente se puede inferir que no habrá de serlo menos en la filosofía práctica.

[15] [Nota de Kant: Enlazo el acto a priori con la voluntad sin presuponer como condición la existencia de inclinaciones, es decir, necesariamente (aunque sólo de un modo objetivo, esto es, bajo la idea de una razón que tenga pleno poder sobre todas las motivaciones subjetivas). Es ésta, pues, una proposición práctica que no deriva analíticamente el querer una acción de otro querer anteriormente presupuesto (pues no tenemos una voluntad tan perfecta), sino que lo vincula al concepto de la voluntad de un ser racional inmediatamente, como algo que no está contenido en ella.]

(29)
A la vista de este problema intentaremos ver primero si el puro concepto de un imperativo categórico nos puede proporcionar la fórmula que contenga la proposición que pueda ser un imperativo categórico, pues aunque ya sepamos qué es lo que dice todavía necesitaremos un esfuerzo especial y difícil para saber cómo es posible este mandato absoluto, asunto que dejaremos para el último capítulo.

(30)
Cuando pienso un imperativo hipotético en general no sé lo que contiene hasta que me es dada la condición, pero si pienso un imperativo categórico enseguida sé qué contiene. En efecto, puesto que el imperativo no contiene, aparte de la ley, más que la necesidad de la máxima de adecuarse a esa ley [16], y ésta no se encuentra limitada por ninguna condición, no queda entonces nada más que la universalidad de una ley general a la que ha de adecuarse la máxima de la acción, y esa adecuación es lo único que propiamente representa el imperativo como necesario.

[16] [Nota de Kant: La máxima es el principio subjetivo de la acción y debe distinguirse del principio objetivo, la ley práctica. Aquélla contiene la regla práctica que determina la razón en conformidad con las condiciones del sujeto (muchas veces su ignorancia, e incluso sus inclinaciones), y es, en consecuencia, el principio por el cual obra de hecho el sujeto. La ley, por el contrario, es el principio objetivo y válido para todo ser racional, y es, por tanto, en este sentido, el principio por el cual debe obrar el sujeto.]

(31)
Por consiguiente, sólo hay un imperativo categórico y dice así: obra sólo según aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal.

(32)
Ahora bien, si de este único imperativo pueden derivarse, como de un principio, todos los imperativos del deber, podremos al menos mostrar lo que pensamos al pensar el deber y lo que significa este concepto, aunque dejemos sin decidir si eso que llamamos no será acaso un concepto vacío.

(33)
Puesto que la universalidad de la ley por la que suceden determinados efectos constituye lo que se llama naturaleza en su sentido más amplio (atendiendo a la forma), es decir, la existencia de las cosas en cuanto que están determinadas por leyes universales, resulta que el imperativo universal del deber acepta esta otra formulación: obra como si la máxima de su acción debiera convertirse, por tu voluntad, en ley universal de la naturaleza.

(34)
Vamos a enumerar ahora algunos deberes siguiendo la división corriente que se hace de ellos en deberes para con nosotros mismos y deberes para con los demás hombres, así como deberes perfectos y deberes imperfectos. [17]

  

Kant Grundlegung III

bli bli

sábado, 13 de julio de 2019

Kant Grundlegung I

Kant - Fundamentación.

CAPÍTULO PRIMERO

TRÁNSITO DEL CONOCIMIENTO MORAL COMÚN DE LA RAZÓN AL CONOCIMIENTO FILOSÓFICO

[1]
Ni en el mundo ni, en general, fuera de él es posible pensar nada que pueda ser considerado bueno sin restricción, excepto una buena voluntad. El entendimiento, el ingenio, la facultad de discernir,1 o como quieran llamarse los talentos del espíritu; o el valor, la decisión, la constancia en los propósitos como cualidades del temperamento son, sin duda, buenos y deseables en muchos sentidos, aunque también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que debe hacer uso de estos dones de la naturaleza y cuya constitución se llama propiamente carácter no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, el honor, incluso la salud y la satisfacción y alegría con la propia situación personal, que se resume en el término , dan valor, y tras él a veces arrogancia. Si no existe una buena voluntad que dirija y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con él el principio general de la acción; por no hablar de que un espectador racional imparcial, al contemplar la ininterrumpida prosperidad de un ser que no ostenta ningún rasgo de una voluntad pura y buena, jamás podrá llegar a sentir satisfacción, por lo que la buena voluntad parece constituir la ineludible condición que nos hace dignos de ser felices.

[2]
Algunas cualidades son incluso favorables a esa buena voluntad y pueden facilitar bastante su trabajo, pero no tienen ningún valor interno absoluto, sino que presuponen siempre una buena voluntad que restringe la alta estima que solemos tributarles (por lo demás, con razón) y no nos permite considerarlas absolutamente buenas. La moderación en afectos y pasiones, el dominio de sí mismo, la sobria reflexión, no son buenas solamente en muchos aspectos, sino que hasta parecen constituir una parte del valor interior de la persona, no obstante lo cual están muy lejos de poder ser definidas como buenas sin restricción (aunque los antiguos las consideraran así incondicionalmente). En efecto, sin los principios de una buena voluntad pueden llegar a ser extraordinariamente malas, y la sangre fría de un malvado no sólo lo hace mucho más peligroso sino mucho más despreciable ante nuestros ojos de lo que sin eso podría considerarse.

[3]
La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice ni por su aptitud para alcanzar algún determinado fin propuesto previamente, sino que sólo es buena por el querer, es decir, en sí misma, y considerada por sí misma es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos realizar en provecho de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aunque por una particular desgracia del destino o por la mezquindad de una naturaleza madrastra faltase completamente a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad (desde luego no como un mero deseo sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder), aun así esa buena voluntad brillaría por sí misma como una joya, como algo que en sí mismo posee pleno valor. Ni la utilidad ni la esterilidad pueden añadir ni quitar nada a este valor. Serían, por así decir, como un adorno de reclamo para poder venderla mejor en un comercio vulgar o llamar la atención de los pocos entendidos, pero no para recomendarla a expertos y determinar su valor.

[4]
Sin embargo, hay algo tan extraño en esta ideal del valor absoluto de la mera voluntad sin que entre en consideración ningún provecho al apreciarla, que, al margen de su conformidad con la razón común, surge inevitablemente la sospecha de que acaso el fundamento de todo esto sea simplemente una sublime fantasía y que quizá hayamos entendido erróneamente el propósito de la naturaleza al haber dado a nuestra voluntad la razón como directora. Por ello vamos a examinar esta idea desde este punto de vista.

[5]
Admitimos como principio que en las disposiciones naturales de un ser organizado, es decir, adecuado teleológicamente para la vida, no se encuentra ningún instrumento dispuesto para un fin que no sea el más propio y adecuado para dicho fin. Ahora bien, si en un ser dotado de razón y de voluntad el propio fin de la naturaleza fuera su conservación, su mejoramiento y, en una palabra, su felicidad, la naturaleza habría tomado muy mal sus disposiciones al elegir la razón de la criatura como la encargada de llevar a cabo su propósito. En efecto, todas las acciones que en este sentido tiene que realizar la criatura, así como la regla general de su comportamiento, podrían haber sido dispuestas mucho mejor a través del instinto, y aquel fin podría conseguirse con una seguridad mucho mayor que la que puede alcanzar la razón; y si ésta debió concederse a la venturosa criatura, sólo habría de servirle para hacer consideraciones sobre la feliz disposición de su naturaleza, para admirarla, regocijarse con ella y dar las gracias a la causa bienhechora por ello pero no para someter su facultad de desear a esa débil y engañosa tarea y malograr la disposición de la naturaleza; en una palabra, la naturaleza habría impedido que la razón se volviese hacia su uso práctico y tuviese la desmesura de pensar ella misma, con sus endebles conocimientos, el bosquejo de la felicidad y de los medios que conducen a ella; la naturaleza habría recobrado para sí no sólo la elección de los fines sino también de los medios mismos, entregando ambos al mero instinto con sabia precaución.

[6]
En realidad, encontramos que cuanto más se preocupa una razón cultivada del propósito de gozar de la vida y alcanzar la felicidad, tanto más se aleja el hombre de la verdadera satisfacción, por lo cual muchos, y precisamente los más experimentados en el uso de la razón, acaban por sentir, con tal de que sean suficientemente sinceros para confesarlo, cierto grado de misología u odio a la razón, porque tras hacer un balance de todas las ventajas que sacan, no digo ya de la invención de todas las artes del lujo vulgar, sino incluso de las ciencias (que al fin y al cabo les parece un lujo del entendimiento), hallan, sin embargo, que se han echado encima más penas que felicidad hayan podido ganar, y, más que despreciar, envidian al hombre común, que es más propicio a la dirección del mero instinto natural y no consiente a su razón que ejerza gran influencia en su hacer y omitir. Y hasta aquí hay que confesar que el juicio de los que rebajan mucho y hasta declaran inferiores a cero las elogiosas ponderaciones de los grandes provechos que la razón nos proporciona de cara a la felicidad y satisfacción en la vida, no es un juicio de hombres entristecidos o desagradecidos a las bondades del gobierno del universo, sino que en tales juicios está implícita la idea de otro propósito de la existencia mucho más digno, para el cual, no para la felicidad, está destinada propiamente la razón; y ante ese fin como suprema condición deben inclinarse casi todos los fines particulares del hombre.

[7]
En efecto, como la razón no es bastante apta para dirigir de un modo seguro a la voluntad en lo que se refiere a los objetos de ésta y a la satisfacción de nuestras necesidades (que en parte la razón misma multiplica), pues a tal fin nos habría conducido mucho mejor un instinto natural congénito; como, sin embargo, por otra parte, nos ha sido concedida la razón como facultad práctica, es decir, como una facultad que debe tener influjo sobre la voluntad, resulta que el destino verdadero de la razón tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal o cual sentido, como medio, sino buena en sí misma, cosa para la cual la razón es absolutamente necesaria, si es que la naturaleza ha procedido por doquier con un sentido de finalidad en la distribución de las capacidades. Esta voluntad no ha de ser todo el bien ni el único bien, pero ha de ser el bien supremo y la condición de cualquier otro, incluso del deseo de felicidad, en cuyo caso se puede muy bien hacer compatible con la sabiduría de la naturaleza, si se advierte que el cultivo de la razón, necesario para aquel fin primero e incondicionado, restringe de muchas maneras, por lo menos en esta vida. La consecución del segundo fin, siempre condicionado, que es la felicidad, sin que por ello la naturaleza se conduzca contrariamente a su sentido finalista, porque la razón, que reconoce su destino práctico supremo en la fundamentación de una voluntad buena, no puede sentir en el cumplimiento de tal propósito más que una satisfacción especial, a saber, la que nace de la realización de un fin determinado solamente por la razón, aunque ello tenga que ir unido a algún perjuicio para los fines de la inclinación.

[8]
Para desarrollar el concepto de una buena voluntad, digna de ser estimada por sí misma y sin ningún propósito exterior a ella2, tal como se encuentra ya en el sano entendimiento natural, que no necesita ser enseñado sino más bien ilustrado3; para desarrollar este concepto que se halla en la cúspide de toda la estimación que tenemos de nuestras acciones y que es la condición de todo lo demás, vamos a considerar el concepto del deber, que contiene el de una voluntad buena, aunque bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos que, sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, lo hacen resaltar por contraste y aparecer con mayor claridad.

[9]
Prescindo aquí de todas aquellas acciones ya conocidas como contrarias al deber, aunque en este o aquel sentido puedan ser útiles, pues en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pueden suceder por deber, ya que ocurren en contra de éste. También dejaré a un lado las acciones que, siendo realmente conformes al deber, no son aquellas acciones por las cuales siente el hombre una inclinación inmediata, sino que las lleva a cabo porque otra inclinación le empuja a ello. En efecto, en estos casos puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por una intención egoísta. Mucho más difícil de notar es esa diferencia cuando la acción es conforme al deber y el sujeto tiene, además, una inclinación inmediata por ella. Por ejemplo, es conforme al deber, desde luego, que el comerciante no cobre más caro a un comprador inexperto, y en los sitios donde hay mucho comercio el comerciante avispado no lo hace, en efecto, sino que mantiene un precio fijo para todos en general, de forma que un niño puede comprar en su tienda tan bien como otro cualquiera. Así pues, uno es servido honradamente, pero esto no es ni mucho menos suficiente para creer que el comerciante haya obrado así por deber o por principios de honradez: lo exigía su provecho. Tampoco es posible admitir además que el comerciante tenga una inclinación inmediata hacia los compradores, de manera que por amor a ellos, por decirlo así, no haga diferencias a ninguno en el precio. Por consiguiente, la acción no ha sucedido ni por deber ni por inclinación inmediata, sino simplemente con una intención egoísta.

[10]
En cambio, conservar la propia vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata inclinación a hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor interno, y la máxima que rige ese cuidado carece de contenido moral. Conservan su vida en conformidad con el deber, pero no por deber. En cambio, cuando las adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz, con ánimo fuerte y sintiendo más indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida sin amarla sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene un contenido moral.

[11]
Ser benéfico en la medida de lo posible es un deber. Pero, además, hay muchas almas tan llenas de conmiseración que encuentran un íntimo placer en distribuir la alegría a su alrededor sin que a ello les impulse ningún motivo relacionado con la vanidad o el provecho propio, y que pueden regocijarse del contento de los demás en cuanto que es obra suya. Pero yo sostengo que, en tal caso, semejantes actos, por muy conformes que sean al deber, por muy dignos de amor que sean, no tienen, sin embargo, un verdadero valor moral y corren parejos con otras inclinaciones, por ejemplo con el afán de honores, el cual, cuando por fortuna se refiere a cosas que son en realidad de general provecho, conformes al deber y, por tanto, honrosas, merece alabanzas y estímulos, pero no estimación, pues la máxima carece de contenido moral, esto es, que tales acciones no sean hechas por inclinación sino por deber.

[12]
Pero supongamos que el ánimo de ese filántropo estuviera nublado por un dolor propio que apaga en él toda conmiseración por la suerte del prójimo; supongamos además, que le quedara todavía capacidad para hacer el bien a otros miserables, aunque la miseria ajena no le conmueve porque le basta la suya para ocuparle; si entonces, cuando ninguna inclinación le empuja a ello, sabe desasirse de esa mortal insensibilidad y realiza la acción benéfica sin inclinación alguna, solo por deber, entonces y sólo entonces posee esta acción su verdadero valor moral. Pero hay más aún: un hombre a quien la naturaleza haya puesto poca simpatía en el corazón; un hombre que, siendo por lo demás honrado, fuese de temperamento frío e indiferente a los dolores ajenos, acaso porque él mismo acepta los suyos con el don peculiar de la paciencia y fuerza de resistencia, y supone estas mismas cualidades, o hasta las exige, igualmente en los demás; un hombre como éste (que no sería seguramente el peor producto de la naturaleza), desprovisto de cuanto es necesario para ser un filántropo, ¿no encontraría en sí mismo, sin embargo, cierto germen capaz de darle un valor mucho más alto que el que pueda derivarse de un temperamento bueno? ¡Es claro que sí! Precisamente en ello estriba el valor del carácter que, sin comparación, es el más alto desde el punto de vista moral: en hacer el bien no por inclinación sino por deber.

[13]
Asegurar la felicidad propia es un deber, al menos indirecto, pues el que no está contento con su estado, el que se ve apremiado por muchas tribulaciones sin tener satisfechas sus necesidades, puede ser fácilmente víctima de la tentación de infringir sus deberes. Pero, aun sin referimos aquí al deber, ya tienen todos los hombres por sí mismos una poderosísima e íntima inclinación por la felicidad, porque justamente en esta idea se resume la totalidad de las inclinaciones. Pero puesto que el precepto de la felicidad está la mayoría de las veces constituido de tal suerte que perjudica grandemente a algunas inclinaciones, y el hombre no puede hacerse un concepto seguro y determinado de esa suma de satisfacciones resumidas bajo el nombre general de , no es de admirar que una inclinación única, bien determinada en cuanto a lo que ordena y al tiempo en que cabe satisfacerla, pueda vencer a aquella idea tan vacilante, y que algunos hombres (por ejemplo, uno que sufra de la gota) puedan preferir disfrutar de lo que les agrada y sufrir lo que sea preciso, porque, por lo menos según su apreciación momentánea, no desean perder el goce del momento presente por atenerse a las esperanzas (acaso infundadas) de una felicidad que se encuentra en la salud. Pero aun en este caso, aunque la universal tendencia a la felicidad no determine su voluntad, aunque la salud no entre para él tan necesariamente en los términos de su apreciación, queda, sin embargo, aquí, como en todos los demás casos, una ley, a saber: la de procurar cada cual su propia felicidad no por inclinación sino por deber, y sólo entonces tiene su conducta un verdadero valor moral.

[14]
Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor como inclinación no puede ser mandado, pero hacer el bien por deber, aun cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia de la sensación, amor que se fundamenta en principios de la acción y no en la tierna compasión, y que es el único que puede ser ordenado.

[15]
La segunda proposición es ésta: una acción hecha por deber no tiene su valor moral en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta: no depende pues, de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del principio del querer según el cual ha sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad de desear. Por lo anteriormente dicho se ve claramente que los propósitos que podamos tener al realizar las acciones, y los efectos de éstas, considerados como fines y motores de la voluntad, no pueden proporcionar a las acciones ningún valor absolutamente moral. Así pues, ¿dónde puede residir este valor, ya que no debe residir en la relación de la voluntad con los efectos esperados? No puede residir más que en el principio de la voluntad. prescindiendo de los fines que puedan realizarse por medio de la acción, pues la voluntad situada entre su principio a priori, que es formal, y su resorte a posteriori, que es material, se encuentra, por decirlo así, en una encrucijada, y puesto que ha de ser determinada por algo, tendrá que serlo por el principio formal del querer en general cuando una acción sucede por deber, puesto que todo principio material le ha sido sustraído.

[16]
La tercera proposición, consecuencia de las dos anteriores, yo la formularía de esta manera: el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. Por ejemplo, como efecto de la acción que me propongo realizar, puedo tener inclinación, mas nunca respeto, justamente porque es un efecto y no una actividad de la voluntad. De igual modo, por una inclinación en general, sea mía o de cualquier otro, no puedo tener respeto; a lo sumo, puedo aprobarla en el primer caso, y en el segundo, a veces incluso amarla, es decir, considerarla favorable a mi propio provecho. Pero objeto de respeto, y en consecuencia un mandato, solamente puede serlo aquello que se relaciona con mi voluntad sólo como fundamento y nunca como efecto, aquello que no está al servicio de mi inclinación sino que la domina, o al menos la descarta por completo en el cómputo de la elección, esto es, la simple ley en sí misma. Una acción realizada por deber tiene que excluir completamente, por tanto, el influjo de la inclinación, y con éste, todo objeto de la voluntad. No queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad más que, objetivamente, la ley, y subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica, y, por lo tanto, la máxima (1) de obedecer siempre a esa ley, incluso con perjuicio de todas mis inclinaciones.

[(1) (Nota de Kant): Máxima es el principio subjetivo del querer: el principio objetivo (esto es, el que serviría de principio práctico, aun subjetivamente, a todos los seres racionales si la razón tuviera pleno dominio sobre la facultad de desear) es la ley práctica.]

[17]
Así pues, el valor moral de la acción no reside en el efecto que de ella se espera, ni tampoco, por consiguiente, en ningún principio de la acción que necesite tomar su fundamento determinante en ese efecto esperado. Pues todos esos efectos (el agrado por el estado propio, incluso el fomento de la felicidad ajena) pueden realizarse por medio de otras causas, y no hace falta para ello la voluntad de un ser racional, que es lo único en donde puede, sin embargo, encon-trarse el bien supremo y absoluto. Por lo tanto, ningu-na otra cosa, sino sólo la representación de la ley en sí misma (que desde luego no se encuentra más que en un ser racional ) en cuanto que ella, y no el efecto esperado, es el fundamento determinante de la voluntad, puede constituir ese bien tan excelente que llamamos bien moral, el cual está ya presente en la persona misma que obra según esa ley, y que no es lícito esperar de ningún efecto de la acción(2).

[(2)(Nota de Kant): Podría objetárseme que, bajo el nombre de respeto, busco refugio en un oscuro sentimiento en lugar de dar una solución clara a la cuestión por medio de un concepto racional. Pero aunque el respeto es, efectivamente, un sentimiento, no es un sentimiento recibido del exterior por medio de un influjo, sino espontáneamente autogenerado a través de un concepto de la razón y, por lo tanto, específicamente distinto de todos los sentimientos de la primera clase, que pueden reducirse a inclinación o miedo. Lo que yo reconozco inmediatamente para mí como una ley lo reconozco con respeto, y este respeto significa solamente la conciencia de la subordinación de mi voluntad a una ley, sin la mediación de otros influjos en mi sentir. La determinación inmediata de la voluntad por la ley y la conciencia de la misma se llama respeto, de manera que este es considerado efecto de la ley sobre el sujeto y no causa. Propiamente es respeto la representación de un valor que menoscaba el amor que me tengo a mí mismo. Por consiguiente, es algo que no se considera ni como objeto de la inclinación ni como objeto del temor, aun cuando tiene algo de análogo con ambos a un mismo tiempo. El objeto del respeto es, pues, exclusivamente la ley, esa ley que nos imponemos a nosotros mismos, y, no obstante, como necesaria en sí misma. Como ley que es, estamos sometidos a ella sin tener que consultar al egoísmo. Como impuesta por nosotros mismos es, sin embargo, una consecuencia de nuestra voluntad. En el primer sentido tiene analogía con el miedo; en el segundo, con la inclinación. Todo respeto a una persona es propiamente respeto a la ley (a la honradez, etc.) de la cual esa persona nos da ejemplo. Puesto que la ampliación de nuestro talento la consideramos también como un deber, resulta que ante una persona de talento nos representamos, por decirlo así, el ejemplo de una ley (asemejamos a dicha persona por medio del ejercicio) y ello constituye nuestro respeto. Todo ese llamado interés moral consiste exclusivamente en el respeto a la ley.]

[18]
Ahora bien, ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene que determinar la voluntad para que ésta pueda llamarse, sin ninguna restricción, absolutamente buena? Puesto que he sustraído la voluntad a todos los impulsos que podrían apartarla del cumplimiento de una ley, no queda nada más que la legalidad universal de las acciones en general (que debe ser el único principio de la voluntad); es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima se convierta en ley universal. Aquí, la mera legalidad en general (sin poner como fundamento ninguna ley adecuada a acciones particulares) es la que sirve de principio a la voluntad, y así tiene que ser si el deber no debe reducirse a una vana ilusión y un concepto quimérico: y con todo esto coincide perfectamente la razón común de los hombres en sus juicios prácticos, puesto que el citado principio no se aparta nunca de sus ojos.

[19]
Sea, por ejemplo, la pregunta siguiente: ¿me es lícito, cuando me encuentro en un apuro, hacer una promesa con el propósito de no cumplirla? Fácilmente hago aquí la diferencia que puede comportar la significación de la pregunta de si es prudente o de si es conforme al deber hacer una falsa promesa. Lo primero puede suceder, sin duda, muchas veces. Ciertamente veo con gran claridad que no es bastante el librarme, por medio de ese recurso, de una dificultad presente, sino que hay que considerar detenidamente si no podrá ocasionarme luego esa mentira contratiempos mucho más graves que éstos que ahora consigo eludir; y como las consecuencias, a pesar de cuanta astucia me precie de tener, no son tan fácilmente previsibles que no pueda suceder que la pérdida de la confianza en mí sea mucho más desventajosa para mí que el daño que pretendo evitar ahora, habré de considerar si no sería más sagaz conducirme en este asunto según una máxima universal y adquirir la costumbre de no prometer nada sino con el propósito de cumplirlo. Pero pronto veo con claridad que una máxima como ésta solo se fundamenta en la naturaleza inquietante de las consecuencias. Ahora bien, es cosa muy distinta ser veraz por deber o serlo por temor a las consecuencias perjudiciales, porque, en el primer caso, el concepto mismo de la acción contiene ya una ley para mí, mientras que en el segundo tengo que empezar observando a mi alrededor qué consecuencias puede acarrearme la acción. Si me aparto del principio del deber, eso será malo con seguridad, pero si soy infiel a mi máxima de la sagacidad ello puede serme provechoso a veces, aun cuando desde luego es más seguro permanecer fiel a ella. En cambio, para resolver de la manera más breve y sin engaño alguno la pregunta de si una promesa mentirosa es conforme al deber, me bastará preguntarme a mí mismo: ¿me daría yo por satisfecho si mi máxima (salir de apuros por medio de una promesa mentirosa) debiese valer, tanto para los demás como para mí, como ley universal?, ¿podría yo decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir de otro modo? Y bien pronto me convenzo de que bien puedo querer la mentira, pero no puedo querer, sin embargo, una ley universal de mentir, pues, según esa ley, no habría ninguna promesa propiamente hablando, porque sería inútil hacer creer a otros mi voluntad con respecto a mis futuras acciones, ya que no creerían mi fingimiento, o si, por precipitación lo hicieran, me pagarían con la misma moneda. Por lo tanto, tan pronto como se convirtiese en ley universal, mi máxima se destruiría a sí misma.

[20]
Con el objeto de saber lo que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno no necesito ir a buscar muy lejos una especial penetración. Inexperto en lo que se refiere al curso del mundo, incapaz de estar preparado para todos los sucesos que en él ocurren, me basta con preguntar: ¿puedes querer que tu máxima se convierta en ley universal? Si no, es una máxima reprobable, y no por algún perjuicio que pueda ocasionarte a ti o a algún otro, sino porque no puede incluirse como principio en una legislación universal posible. No obstante, la razón me impone un respeto inmediato por esta legislación universal cuyo fundamento no conozco aún ciertamente (algo que deberá indagar el filósofo), pero al menos comprendo que se trata de un valor que excede en mucho a cualquier otro que se aprecie por la inclinación, y que la necesidad de mis acciones por puro respeto a la ley práctica es lo que constituye el deber, ante el cual tiene que inclinarse cualquier otro fundamento determinante, puesto que es la condición de una voluntad buena en sí, cuyo valor está por encima de todo.

[21]
Así pues, hemos llegado al principio del conocimiento moral de la razón común del hombre, razón que no precisa este principio tan abstracto y en forma tan universal, pero que, sin embargo, lo tiene continuamente delante de los ojos y lo usa como criterio en sus enjuiciamientos. Sería muy fácil mostrar aquí cómo, con este compás en la mano, sabe distinguir perfectamente en todos los casos que ocurren qué es bien, qué es mal, qué es conforme al deber o contrario al deber, cuando, sin enseñarle nada nuevo, se le hace atender solamente, como hacía Sócrates, a su propio principio, y que no hace falta ciencia ni filosofía alguna para saber qué es lo que se debe hacer para ser honrado y bueno, y hasta sabio y virtuoso. La verdad es que podía haberse sospechado esto de antemano: que el conocimiento de lo que todo hombre está obligado a hacer y, por tanto, también a saber, es cosa que compete a todos los hombres, incluso al más común. Y aquí puede verse, no sin admiración, cómo en el entendimiento de juzgar prácticamente es muy superior a la de juzgar teóricamente. En esta última, cuando la razón común se atreve a salirse de las leyes de la experiencia y de las percepciones sensibles, cae en simples incomprensibilidades y contradicciones consigo misma, o al menos en un caos de incertidumbre, oscuridad y vacilaciones. En cambio, la facultad de juzgar prácticamente comienza mostrándose ante todo muy acertada cuando el entendimiento común excluye de las leyes prácticas todo motor sensible. Después llega incluso a tanta sutileza que puede ser que, contando con la ayuda exclusiva de su propio fuero interno, quiera, o bien criticar otras pretensiones relacionadas con lo que debe considerarse justo, o bien determinar sinceramente el valor de las acciones para su propia ilustración; y, lo que es más frecuente, en este último caso puede abrigar la esperanza de acertar igual que un filósofo, y hasta casi con más seguridad, porque el filósofo sólo puede disponer del mismo principio que el hombre común, pero, en cambio, puede muy bien enredar su juicio en gran cantidad de consideraciones extrañas y ajenas al asunto, apartándolo así de la dirección recta. ¿No sería entonces lo mejor atenerse en cuestiones morales al juicio de la razón común y, a lo sumo, emplear la filosofía sólo para exponer cómodamente, de manera completa y fácil de comprender, el sistema de las costumbres y sus reglas para el uso (aunque más aún para la disputa) sin quitarle al entendimiento humano común su venturosa sencillez en el terreno de lo práctico, ni empujarle con la filosofía por un nuevo camino de investigación y enseñanza?

[22]
Gran cosa es la inocencia, pero ¡qué desgracia que no pueda conservarse bien y se deje seducir tan fácilmente! Por eso la sabiduría misma (que consiste más en el hacer y el omitir que en el saber) necesita de la ciencia, no para aprender de ella, sino para procurar asiento y duración a sus preceptos. El hombre siente en sí mismo una poderosa fuerza contraria a todos aquellos mandamientos del deber que la razón le representa muy dignos de respeto; esa fuerza contraria radica en sus necesidades e inclinaciones, cuya satisfacción total resume bajo el nombre de felicidad. Ahora bien, la razón ordena sus preceptos sin prometer nada a las inclinaciones, severamente y casi con desprecio, por así decir, y total despreocupación hacia esas pretensiones tan impetuosas y a la vez tan aparentemente espontáneas que ningún mandamiento consigue nunca anular. De aquí se origina una dialéctica natural, esto es, una tendencia a discutir esas estrechas leyes del deber, a poner en duda su validez, o al menos su pureza y severidad estrictas, acomodándolas en lo posible a nuestros deseos e inclinaciones, es decir, en el fondo, a pervertirlas y privarlas de su dignidad, cosa que al fin y al cabo la propia razón práctica común no puede aprobar en absoluto.

[23]
De esta manera, la razón humana común se ve empujada, no por necesidad alguna de especulación (cosa que no le ocurre nunca mientras se contenta con ser simplemente una sana razón), sino por motivos prácticos, a salir de su círculo y dar un paso en el campo de una filosofía práctica para recibir enseñanza y clara advertencia acerca del origen de su principio y exacta determinación del mismo, en contraposición con las máximas que radican en las necesidades e inclinaciones. Así podrá salir de su perplejidad sobre las pretensiones de ambas partes y no corre peligro de perder los verdaderos principios morales a causa de la ambigüedad en que fácilmente se cae. Por consiguiente, se va tejiendo en la razón práctica común cuando se cultiva una dialéctica inadvertida que le obliga a pedir ayuda a la filosofía, del mismo modo que sucede en el uso teórico, con lo que ni la práctica ni la teoría encontrarán paz y sosiego más que en una crítica completa de nuestra razón.