TRÁNSITO DE LA FILOSOFÍA MORAL POPULAR A LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES.
(1)
Si el concepto de deber que tenemos por ahora ha sido obtenido a partir del uso común de nuestra razón práctica, no debe inferirse, de ninguna manera, que lo hayamos tratado como concepto de experiencia. Todo lo contrario: si prestamos atención a la experiencia del hacer y omitir humanos encontramos quejas no sólo numerosas sino (hemos de admitirlo) también justas, por no haber podido adelantar ejemplos seguros de la disposición de espíritu de quien obra por el puro deber; hallamos que aunque muchas acciones suceden en conformidad con lo que ordena el deber, siempre cabe la duda de si han ocurrido por deber, y, por lo tanto, de si poseen un valor moral. Por eso ha habido en todos los tiempos filósofos que han negado en absoluto la realidad de esa disposición de espíritu en las acciones humanas y lo han atribuido todo a un egoísmo más o menos refinado, aunque no por eso han puesto en duda la exactitud del concepto de moralidad. Más bien han hecho mención, con íntima pena, de la fragilidad e impureza de la naturaleza humana, que si bien es lo bastante noble como para proponerse como precepto una idea tan digna de respeto, es al mismo tiempo demasiado débil para ponerla en práctica, y emplea la razón, que debería servirle de legisladora, para administrar el interés de las inclinaciones, bien sea aisladamente, bien sea (en la mayoría de las ocasiones) en su más alto grado de compatibilidad mutua.
(2)
En realidad es absolutamente imposible determinar por medio de la experiencia y con absoluta certeza un solo caso en que la máxima de una acción, por lo demás conforme con el deber, haya tenido su asiento en fundamentos exclusivamente morales y por medio de la representación del deber. Pues a veces se da el caso de que, a pesar del examen más penetrante, no encontramos nada que haya podido ser bastante poderoso —independientemente del fundamento moral del deber— como para mover a tal o cual buena acción o a un gran sacrificio, sólo que de ello no podemos concluir con seguridad que la verdadera causa determinante de la voluntad no haya sido en realidad algún impulso secreto del egoísmo oculto tras el simple espejismo de aquella idea: solemos preciarnos mucho de poseer algún fundamento determinante lleno de nobleza, pero es algo que nos atribuimos falsamente. Sea como sea, y aun ejercitando el más riguroso de los exámenes, no podemos nunca llegar por completo a los más recónditos motores de la acción, puesto que cuando se trata del valor moral no importan las acciones, que se ven, sino sus principios íntimos, que no se ven.
(3)
A esos que se burlan de la moralidad y la consideran una simple ensoñación de la fantasía humana llevada más allá de sí misma a causa de su vanidad no se les puede hacer más preciado favor que concederles que los conceptos del deber (como todos los demás, según les hace creer su comodidad) se derivan única y exclusivamente de la experiencia, pues de ese modo, en efecto, se les ofrece un triunfo seguro. Por amor a los hombres voy a admitir que la mayor parte de nuestras acciones son conformes al deber; pero si se miran de cerca los pensamientos y los esfuerzos, se tropieza uno por todas partes con el amado yo, que continuamente se destaca y sobre el que se fundamentan los propósitos, y no sobre el estrecho mandamiento del deber, que muchas veces exigiría la renuncia y el sacrificio. No se necesita ser un enemigo de la virtud: basta con observar el mundo con sangre fría, sin tomar enseguida por realidades los vivísimos deseos en pro del bien, para dudar en ciertos momentos (sobre todo cuando el observador es ya de edad avanzada y posee una capacidad de juzgar que la experiencia ha afinado y agudizado para la observación) de si realmente se halla en el mundo una virtud verdadera. Y aquí no hay nada que pueda evitarnos la caída completa de nuestra idea de deber y permitirnos conservar en el alma un respeto bien fundamentado a su ley, a no ser la clara convicción de que no importa que no haya habido nunca acciones emanadas de esas puras fuentes, pues no se trata aquí de si sucede esto o aquello, sino de que la razón, por sí misma e independientemente de todo fenómeno, ordena lo que debe suceder, y que algunas acciones, de las que el mundo quizá no ha dado todavía ningún ejemplo y hasta de cuya realizabilidad puede dudar muy mucho quien todo lo fundamenta en la experiencia, son ineludiblemente mandadas por la razón. Así, por ejemplo, la pura lealtad en las relaciones de amistad no podría dejar de ser exigible a todo hombre, aunque hasta hoy no hubiese habido ningún amigo leal, porque, como deber en general, este deber reside, antes que en toda experiencia, en la idea de una razón que determina la voluntad por fundamentos a priori.
(4)
Añádase a esto que, si no se quiere negar al concepto de moralidad toda verdad y toda relación con un objeto posible, no puede ponerse en duda que su ley es de tan extensa significación que tiene validez no sólo para los hombres sino para todos los seres racionales en general, y no sólo bajo condiciones contingentes y con excepciones sino de un modo absolutamente necesario, por lo cual resulta claro que no hay experiencia que pueda dar ocasión de inferir ni siquiera la posibilidad de semejantes leyes apodícticas. En efecto, ¿con qué derecho podemos tributar un respeto ilimitado a lo que acaso no sea válido más que en las condiciones contingentes de la humanidad y considerarlo precepto universal para toda naturaleza racional? ¿cómo vamos a considerar las leyes de determinación de nuestra voluntad como leyes de determinación de la voluntad de un ser racional en general y, precisamente por ello, válidas también para nosotros, si fueran simplemente empíricas y no tuvieran su origen completamente a priori en una razón pura práctica?
(5)
El peor servicio que puede hacerse a la moralidad es querer deducirla de determinados ejemplos, porque cualquier ejemplo que se me presente en este sentido tiene que ser previamente juzgado, a su vez, según principios de la moralidad para saber si es digno de servir de ejemplo originario, esto es, de modelo, así que el ejemplo no puede ser de ninguna manera el que nos proporcione el concepto de moralidad. El mismo Santo del evangelio tiene que ser comparado, ante todo, con nuestro ideal de la perfección moral antes de que le reconozcamos como tal. Y él dice de sí mismo:. Mas ¿de dónde tomamos entonces el concepto de Dios como bien supremo ? Exclusivamente de la idea que la razón a priori bosqueja de la perfección moral y vincula inseparablemente al concepto de una voluntad libre. La imitación no tiene lugar alguno en el terreno de la moral, y los ejemplos sólo sirven como estímulos, al poner fuera de duda la posibilidad de hacer lo que manda la ley, presentándonos intuitivamente lo que la regla práctica expresa de una manera universal, pero no autorizando nunca a que se deje a un lado su verdadero original, que reside en la razón, para limitarse a regir la conducta por medio de ejemplos.
(6)
Así pues, si no hay ningún verdadero principio supremo de la moralidad que no descanse en la razón pura independientemente de toda experiencia, creo que ni siquiera es necesario preguntar si será bueno establecer a priori esos conceptos con todos los principios pertenecientes a ellos y exponerlos en general (in abstracto), en cuanto que su conocimiento debe distinguirse del conocimiento común y llamarse . Pero en esta época nuestra podría, acaso, ser necesario hacerlo, pues si reuniéramos votos sobre si debe preferirse un conocimiento racional puro separado de todo lo empírico, es decir, una metafísica de las costumbres, o una filosofía práctica popular, pronto se adivina de qué lado se inclinaría el peso de la balanza.
(7)
Este descender a conceptos populares es ciertamente muy plausible, a condición de que se haya realizado previamente el ascenso a los principios de la razón pura y se haya llegado en este sentido a una completa satisfacción. Esto quiere decir que conviene fundamentar primero la teoría de las costumbres en una metafísica, y luego, una vez que ha adquirido suficiente firmeza, procurarle acceso por medio de la popularidad. Pero es completamente absurdo querer descender a lo popular en la primera investigación, de la que depende toda la exactitud de los principios. Y no es sólo que un proceder semejante no puede tener nunca la pretensión de alcanzar el mérito rarísimo de la verdadera popularidad filosófica, pues no se necesita mucho arte para ser entendido por todos si para ello se empieza renunciando a todo conocimiento bien fundamentado, sino que además da lugar a una repulsiva mezcla de observaciones traídas por los pelos y de principios medio inventados, que embelesa a los espíritus mediocres porque hallan en ella lo necesario para su charla cotidiana, pero que produce en los que conocen el asunto confusión y descontento hasta el punto de hacerles apartar la vista; en cambio los filósofos, que perciben muy bien todos esos fuegos de artificio, reciben poca atención, aun cuando, después de apartarse por un tiempo de la supuesta popularidad y habiendo adquirido conocimientos precisos, podrían con justicia aspirar a ser populares.
(8)
No hay más que mirar los ensayos sobre la moralidad que se han escrito según los gustos de esa moda, y se verá enseguida cómo se mezclan en extraño consorcio, ya la peculiar determinación de la naturaleza humana (comprendida en ella también la idea de una naturaleza racional en general), ya la perfección, ya la felicidad, aquí el sentimiento moral, allí el temor de Dios, un poco de esto, otro poco de aquello, etc., sin que a nadie se le ocurra preguntar si los principios de la moralidad han de buscarse en el conocimiento de la naturaleza humana (que no podemos obtener más que por medio de la experiencia) o si, en el caso de que la respuesta sea negativa, deben buscarse en los conceptos absolutamente puros de la razón, libres de todo cuanto sea empírico y completamente a priori, y no en ninguna otra parte; si, además, debe tomarse la decisión de poner aparte esta investigación como filosofía práctica pura o (si es lícito emplear un nombre tan difamado) metafísica de las costumbres[7] , llevarla por sí sola a su máxima perfección y consolar al público, deseoso de popularidad, hasta la terminación de aquella empresa.
[7] [Nota de Kant: Así como se distinguen la matemática pura y la matemática aplicada, y la lógica pura y la lógica aplicada, pueden distinguirse, si se quiere, la filosofía pura de las costumbres (metafísica) y la filosofía aplicada (sobre todo a la naturaleza humana). Esta distinción nos recuerda inmediatamente que los principios morales no deben fundamentarse en las propiedades de la naturaleza humana, sino que han de subsistir por sí mismos a priori, pero que debe ser posible derivar de esos principios reglas prácticas para toda naturaleza racional y, por lo tanto, también para la naturaleza humana.]
(9)
Pero esta metafísica de las costumbres, totalmente aislada y sin ninguna mezcla de antropología, ni de teología, ni de física o hiperfísica, ni menos aún de cualidades ocultas (lo que podríamos llamar hipofísica), no es sólo un indispensable sustrato de todo conocimiento teórico de los deberes determinado con seguridad, sino al mismo tiempo un desideratum de la mayor importancia para la verdadera realización de sus preceptos. En efecto, la representación pura del deber y, en general, de la ley moral sin mezcla de las adiciones extrañas de atractivos empíricos tiene sobre el corazón humano, por el solo camino de la razón (que por medio de ella se da cuenta por primera vez de que también puede ser por sí misma una razón práctica), un influjo tan superior a todos los demás resortes que podrían sacarse del campo empírico que, consciente de su propia dignidad, los desprecia y se convierte poco a poco en maestra del hombre [8] . En cambio, una teoría de la moralidad mezclada y compuesta de resortes extraídos de los sentimientos y de las inclinaciones y al mismo tiempo de conceptos racionales deja inevitablemente el ánimo oscilante entre causas determinantes diversas, irreductibles a un principio y que pueden conducir al bien sólo por casualidad, pera que la mayoría de las veces lo hacen hacia el mal.
[8] [Nota de Kant: Poseo una carta del difunto Sulzer en la que este hombre excelente me pregunta cuál puede ser la causa de que las teorías de la virtud por muy convincentes que sean para la razón, resulten, sin embargo, tan poco eficaces. Mi contestación se retrasó a causa de los preparativos que estaba haciendo para darla completa. Pero no es otra más que ésta: los teóricos de la virtud no han depurado sus conceptos y, queriendo hacerlo mejor y acopiando por todas partes causas determinantes del bien moral para hacer enérgica la medicina, terminan por echarla a perder. Pues, en efecto, la más vulgar observación muestra que cuando se representa un acto de honradez realizado con independencia de toda intención de provecho en este mundo o en otro, llevado a cabo con ánimo firme bajo las mayores tentaciones de miseria o atractivos diversos, deja muy por debajo de si a cualquier otro acto semejante que esté afectado en lo más mínimo por un motivo extraño, eleva el alma y despierta el deseo de hacer otro tanto. Incluso niños de mediana edad sienten esta impresión, por lo que no se les debería presentar los deberes de otra manera.]
(10)
Por todo lo dicho se ve claramente que todos los conceptos morales tienen su asiento y origen, completamente a priori, en la razón, y ello tanto en la razón humana más común como en la más altamente especulativa; que no pueden ser abstraídos de ningún conocimiento empírico y, por tanto, contingente; que en esa pureza de su origen reside precisamente su dignidad, la dignidad de servirnos de principios prácticos supremos; que siempre que les añadimos algo empírico restamos otro tanto de su legítimo influjo y empobrecemos el valor ilimitado de las acciones; que no es sólo por una absoluta necesidad teórica en lo que atañe a la especulación, sino también por su extraordinaria importancia práctica, por lo que resulta indispensable obtener los conceptos y las leyes morales a partir de una razón pura, exponerlos puros y sin mezcla e incluso determinar la extensión de todo ese conocimiento práctico puro, es decir, toda la facultad de la razón pura práctica, pero todo ello sin hacer que los principios dependan de la especial naturaleza de la razón humana, como lo permite y hasta lo exige a veces la filosofía especulativa, sino derivándolos del concepto universal de un ser racional en general, y de esta manera, la moral, que necesita de la antropología para su aplicación al género humano, habrá de exponerse antes que nada de una manera completamente independiente de ésta, como filosofía pura, es decir, como metafísica (cosa que muy bien se puede hacer en esta especie de conocimientos totalmente separados), teniendo plena conciencia de que, sin estar en posesión de tal metafísica, no ya sólo sería inútil intentar distinguir con exactitud, de cara a un enjuiciamiento especulativo, lo propiamente moral del deber de lo que simplemente es conforme al deber, sino que ni siquiera sería posible, en el mero uso común y práctico de la instrucción moral, fundamentar las costumbres en sus verdaderos principios y fomentar así las disposiciones morales puras del ánimo e inculcarlas en los espíritus para el mayor bien del mundo.
(11)
Ahora bien, para que en esta investigación vayamos por sus pasos naturales y pasemos no sólo del enjuiciamiento moral común (que es aquí muy digno de respeto) al filosófico, como ya hemos hecho, sino de una filosofía popular, que no puede llegar más allá de donde la lleve su tantear por entre ejemplos, a la metafísica (que no se deja detener por nada empírico y, al tener que medir el conjunto total del conocimiento racional de esta clase llega hasta las ideas mismas, donde los ejemplos nada tienen que hacer), tenemos que investigar y exponer claramente la facultad práctica de la razón, desde sus reglas universales de determinación hasta allí donde surge el concepto del deber.
(12)
En la naturaleza cada cosa actúa siguiendo ciertas leyes. Sólo un ser racional posee la facultad de obrar por la representación de las leyes, esto es, por principios, pues posee una voluntad. Como para derivar las acciones a partir de las leyes es necesaria la razón, resulta que la voluntad no es otra cosa que razón practica. Si la razón determina indefectiblemente la voluntad de un ser, las acciones de éste, reconocidas como objetivamente necesarias, son también subjetivamente necesarias, es decir, que la voluntad es una facultad de no elegir nada más que lo que la razón reconoce como prácticamente necesario, es decir, como bueno, independientemente de la inclinación. Pero si la razón por sí sola no determina suficientemente la voluntad; si la voluntad se halla sometida también a condiciones subjetivas (ciertos resortes) que no siempre coinciden con las condiciones objetivas; en una palabra, si la voluntad no es en sí plenamente conforme a la razón (tal y como realmente sucede en los hombres), entonces las acciones consideradas objetivamente necesarias son subjetivamente contingentes, y la determinación de tal voluntad en conformidad con las leyes objetivas se denomina constricción, es decir, que la relación de las leyes objetivas para con una voluntad no enteramente buena se representa como la determinación de la voluntad de un ser racional por medio de fundamentos racionales, pero a los cuales esta voluntad no es por su naturaleza necesariamente obediente.
(13)
La representación de un principio objetivo en cuanto que es constrictivo para una voluntad se denomina mandato (de la razón), y la fórmula del mandato se llama imperativo.
(14)
Todos los imperativos se expresan por medio de un <<deber ser>> y muestran así la relación de una ley objetiva de la razón con una voluntad que, por su constitución subjetiva, no es determinada necesariamente por tal ley (constricción). Se dice que sería bueno hacer o dejar de hacer algo, sólo que se le dice a una voluntad que no siempre hace lo que se le representa como bueno. Es bueno prácticamente, en cambio, aquello que determina la voluntad por medio de representaciones de la razón y, en consecuencia, no por causas subjetivas sino objetivas, es decir, por fundamentos que son válidos para todo ser racional en cuanto tal. Se distingue de lo agradable en que esto último es aquello que ejerce influjo sobre la voluntad exclusivamente por medio de la sensación, por causas meramente subjetivas, que valen sólo para éste o aquél, sin ser un principio de la razón válido para cualquiera.[11]
[11] [Nota de Kant: La dependencia en que la facultad de desear se halla con respecto a las sensaciones se llama inclinación, que demuestra siempre una exigencia. Cuando una voluntad determinada de un modo contingente depende de principios de la razón nos encontramos ante un interés. El interés sólo se encuentra, por tanto, en una voluntad dependiente que no siempre es por sí misma conforme a la razón: en la voluntad divina no cabe pensar en la existencia de un interés. Pero la voluntad humana puede también tomar interés por algo sin por ello obrar por interés. Lo primero significa el interés práctico en la acción; lo segundo, el interés patológico en el objeto de la acción. Lo primero demuestra que la voluntad depende de principios de la razón en sí misma, mientras que lo segundo demuestra que la voluntad depende de principios de la razón con respecto a la inclinación, pues, en efecto, la razón no hace aquí más que dar la regla práctica de cómo poder satisfacer la exigencia de la inclinación. En el primer caso me interesa la acción; en el segundo, el objeto de la acción (en cuanto que me es agradable). Ya hemos visto en el primer capítulo que cuando una acción se cumple por deber no hay que mirar el interés en el objeto sino exclusivamente en la acción misma y su principio fundamentado en la razón (la ley).]
(15)
Una voluntad perfectamente buena se hallaría, según esto, bajo leyes objetivas (del bien), pero no podría representarse como coaccionada para realizar acciones simplemente conformes al deber, puesto que se trata de una voluntad que, según su constitución subjetiva, sólo acepta ser determinada por la representación del bien. De aquí que para la voluntad divina y, en general, para una voluntad santa, no valgan los imperativos: el <<debe ser>> no tiene un lugar adecuado aquí, porque ese tipo de querer coincide necesariamente con la ley. Por eso los imperativos constituyen solamente fórmulas para expresar la relación entre las leyes objetivas del querer en general y la imperfección subjetiva de la voluntad de tal o cual ser racional, por ejemplo, de la voluntad humana.
(16)
Pues bien, todos los imperativos mandan, o bien hipotéticamente, o bien categóricamente. Aquéllos representan la necesidad práctica de una acción posible como medio de conseguir otra cosa que se quiere (o que es posible que se quiera). El imperativo categórico sería aquel que representa una acción por sí misma como objetivamente necesaria, sin referencia a ningún otro fin.
(17)
Puesto que toda ley práctica representa una acción posible como buena y, por tanto, como necesaria para un sujeto capaz de determinarse prácticamente por la razón, resulta que todos los imperativos son fórmulas de la determinación de la acción que es necesaria según el principio de una voluntad buena. Ahora bien, si la acción es buena sólo como medio para alguna otra cosa, el imperativo es hipotético, pero si la acción es representada como buena en sí, es decir, como necesaria en una voluntad conforme en sí con la razón, o sea, como un principio de tal voluntad, entonces el imperativo es categórico.
(18)
El imperativo dice, pues, qué acción posible por mí es buena, y representa la relación de una regla práctica con una voluntad que no hace una acción sólo por el hecho de ser una acción buena, primero, porque el sujeto no siempre sabe que es buena, y segundo, porque, aunque lo supiera, sus máximas podrían ser contrarias a los principios objetivos de una razón práctica.
(19)
El imperativo hipotético señala solamente que la acción es buena para algún propósito posible o real. En el primer caso es un principio problemático-práctico, mientras que en el segundo es un principio asertórico-práctico. El imperativo categórico, que, sin referencia a ningún propósito, es decir, sin ningún otro fin, declara la acción objetivamente necesaria en sí misma, tiene el valor de un principio apodíctico-práctico.
(20)
Aquello que es posible para las capacidades de algún ser racional puede pensarse como propósito posible para alguna voluntad. Por eso, los principios de la acción en cuanto que ésta es representada como necesaria para conseguir algún propósito posible son, en realidad, infinitos. Todas las ciencias contienen alguna parte práctica que consiste en proponer problemas que constituyen algún fin posible para nosotros, así como en imperativos que dicen cómo puede conseguirse tal fin. Éstos pueden llamarse, en general, imperativos de habilidad. No se trata de si el fin es racional y bueno, sino sólo de lo que hay que hacer para conseguirlo. Los preceptos que sigue el médico para curar perfectamente a un hombre y los que sigue el envenenador para matarlo son de igual valor, en cuanto que cada uno de ellos sirve para realizar perfectamente su propósito. En la primera juventud nadie sabe qué fines podrán ofrecérsenos en la vida, y por eso los padres tratan de que sus hijos aprendan muchas cosas y procuran darles habilidad para el uso de los medios útiles a cualquier tipo de fines, puesto que no pueden determinar de ninguno de ellos si no será más adelante un propósito real del educando, siendo posible que alguna vez lo considere como tal. Y es tan grande este cuidado, que los padres suelen olvidar reformar y corregir el juicio de los niños sobre el valor de las cosas que pudieran proponerse como fines.
(21)
No obstante, hay un fin que puede presuponerse como real en todos los seres racionales (en cuanto que les convienen los imperativos, como seres dependientes que son); hay un propósito que no sólo pueden tener, sino que puede suponerse con total seguridad que todos tienen por una necesidad natural, y éste es el propósito de felicidad. El imperativo hipotético que representa la necesidad práctica de la acción como medio de fomentar la felicidad es asertórico. No es lícito presentarlo como necesario sólo para un propósito incierto y simplemente posible, sino que ha de serlo para un propósito que podemos suponer con plena seguridad y a priori en todo hombre porque pertenece a su esencia. Ahora bien, la habilidad al elegir los medios para conseguir la mayor cantidad posible de bienestar propio podemos llamarla sagacidad en sentido estricto. [13] Así pues, el imperativo que se refiere a la elección de dichos medios, esto es, el precepto de la sagacidad, es hipotético: la acción no es mandada absolutamente, sino como simple medio para otro propósito.
[13] [(Nota de Kant: La palabra se toma en dos sentidos: en un caso puede llevar el nombre de sagacidad
mundana, en el otro, el de sagacidad privada. La primera es la habilidad de un hombre que tiene influjo sobre
los demás para usarlos en pro de sus propósitos, mientras que la segunda es el conocimiento que reúne todos
esos propósitos para el propio provecho duradero. La segunda es la que da propiamente valor a la primera,
hasta el punto de que de quien es sagaz en la primera acepción y no en la segunda podría decirse que es hábil y
astuto, pero no sagaz en sentido pleno.]
(22)
Por último, hay un imperativo que, sin poner como condición ningún propósito a obtener por medio
de cierta conducta, manda esa conducta inmediatamente. Tal imperativo es categórico. No se
refiere a la materia de la acción y a lo que ha de producirse con ella, sino a la forma y al principio
que la gobierna, y lo esencialmente bueno de tal acción reside en el ánimo del que la lleva a cabo,
sea cual sea el éxito obtenido. Este imperativo puede llamarse imperativo de la moralidad.
(23)
El querer, según estas tres clases de principios, también se distingue claramente por el grado de
desigualdad en la constricción de la voluntad. Para hacerla patente, yo creo que la denominación
más adecuada en el orden de los principios sería decir que son, o bien reglas de la habilidad, o bien
consejos de la sagacidad, o bien mandatos (leyes) de la moralidad. En efecto, sólo la ley lleva consigo
el concepto de una necesidad incondicionada y objetiva, y, por tanto, válida universalmente, y los
mandatos son leyes a las que hay que obedecer, esto es, dar cumplimiento aun en contra de las
inclinaciones. El consejo, sin duda, encierra necesidad, sólo que ésta es válida bajo la condición
subjetiva y contingente de que este o aquel hombre incluya tal o cual cosa entre las que pertenecen
a su felicidad. En cambio, el imperativo categórico no es limitado por ninguna condición y puede
considerarse propiamente un mandato, por ser, como es, absoluto a la vez que prácticamente
necesario. Los primeros imperativos podrían llamarse también técnicos (pertenecientes al arte); los
segundos, pragmáticos (pertenecientes al bienestar [14]), y los terceros, morales (pertenecientes a la
conducta libre en general, es decir, a las costumbres).
[14] [Nota de Kant: Me parece que ésta es la manera más exacta de determinar la función propia de la palabra ,
ya que, en efecto, se llaman pragmáticas a las sanciones que no se originan propiamente del derecho de los
Estados como leyes necesarias, sino del cuidado por la felicidad universal. Una Historia es pragmática cuando
nos hace sagaces, o sea, cuando nos enseña cómo poder procurar mejor nuestro provecho o, al menos, tan bien
como nuestros antecesores.]
(24)
Ahora se plantea la siguiente cuestión: ¿cómo son posibles todos esos imperativos? Esta pregunta no
pretende saber cómo puede pensarse el cumplimiento de la acción ordenada por el imperativo, sino cómo puede pensarse la constricción de la voluntad que el imperativo expresa. No hace alta una
explicación especial de cómo es posible un imperativo de habilidad. El que quiere un fin quiere
también (en cuanto que la razón tiene un decisivo influjo sobre sus acciones) el medio
indispensablemente necesario para alcanzarlo si está en su poder. Esta proposición es, en lo que se
refiere al querer mismo, analítica, pues en el querer un objeto como producto de mi acción está ya
pensada mi causalidad como causa activa, es decir, el uso de los medios, y el imperativo extrae el
concepto de las acciones necesarias para tal fin del concepto de un querer ese fin (para determinar
los propios medios conducentes a un determinado propósito hacen falta, sin duda, proposiciones
sintéticas, pero éstas atañen al fundamento para hacer real el objeto, no al fundamento para hacer
real el acto mismo de la voluntad). Que para dividir una línea en dos partes iguales según un
principio seguro tengo que trazar desde sus extremos dos arcos de círculo es algo que la matemática
enseña, sin duda, por proposiciones sintéticas, pero una vez que sé que solo mediante esa acción
puede producirse el efecto citado, si quiero íntegro tal efecto quiero también la acción necesaria para
él, y esto último sí es una proposición analítica, pues es lo mismo representarme algo como efecto
posible de cualquier actividad mía y representarme a mí mismo obrando de esa manera para la
obtención de tal efecto.
(25)
Los imperativos de la sagacidad coincidirían completamente con los de la habilidad y serían, como
éstos, analíticos si fuera igualmente fácil dar un concepto determinado de la felicidad. Pues aquí
como allí se podría afirmar que el que quiere el fin quiere también (de conformidad con la razón
necesariamente) los medios que están para ello en su poder. Pero es una desgracia que el concepto
de felicidad sea un concepto tan indeterminado que, aun cuando todo hombre desea alcanzarla
nunca puede decir de una manera bien definida y sin contradicción lo que propiamente quiere y
desea. La causa de ello es que todos los elementos que pertenecen al concepto de la felicidad son
empíricos, es decir, que tienen que derivarse de la experiencia, y que, sin embargo, para la idea de
felicidad se exige un todo absoluto, un máximum de bienestar en mi estado actual y en todo estado
futuro. Ahora bien, es imposible que un ser, por muy perspicaz y poderoso que sea, siendo finito, se
haga un concepto determinado de lo que propiamente quiere en este sentido. Si quiere riqueza
¡cuántas preocupaciones, cuánta envidia, cuántas asechanzas no podrá atraerse con ella! ¿Quiere
conocimiento y saber? Pero quizá esto no haga sino darle una visión más aguda que le mostrará más
terribles aún los males que ahora están ocultos para él y que no puede evitar, o impondrá a sus
deseos, que ya bastante le dan que hacer, necesidades nuevas. ¿Quiere una larga vida? ¿Quién le
asegura que no ha de ser una larga miseria? ¿Quiere al menos tener salud? Pero ¿no ha sucedido
muchas veces que la flaqueza del cuerpo le ha evitado caer en excesos que habría cometido de haber
tenido una salud perfecta? etc., etcétera. En suma, nadie es capaz de determinar con plena certeza
mediante un principio cualquiera qué es lo que le haría verdaderamente feliz, porque para eso se
necesitaría una sabiduría absoluta. Así pues, para ser feliz no cabe obrar por principios determinados
sino sólo por consejos empíricos, por ejemplo, de dieta, de ahorro, de cortesía, de comedimiento,
etc.; la experiencia enseña que estos consejos son los que mejor fomentan, por lo general, el
bienestar. De aquí se deduce que los imperativos de la sagacidad no pueden, hablando con rigor,
mandar, esto es, exponer objetivamente ciertas acciones como necesarias prácticamente; que hay
que considerarlos más bien como consejos (consilia) que como mandatos (praecepta) de la razón, y
que el problema de determinar con seguridad y universalidad qué acción fomenta la felicidad de un
ser racional es totalmente irresoluble, puesto que no es posible a este respecto un imperativo que
mande en sentido estricto realizar lo que nos haga felices, porque la felicidad no es un ideal de la
razón sino de la imaginación, que descansa en fundamentos meramente empíricos, de los cuales en
vano se esperará que determinen una acción por la cual se alcance la totalidad —en realidad
infinita— de consecuencias. Este imperativo de la sagacidad sería, además (admitiendo que los
medios para llegar a la felicidad pudieran indicarse con certeza), una proposición analítico-práctica, pues sólo se distingue del imperativo de la habilidad en que en éste el fin es sólo posible y en aquél el
fin está dado. Ahora bien, como ambos ordenan sólo los medios para aquello que se supone ser
deseado como fin, resulta que el imperativo que manda querer los medios a quien quiere el fin es en
ambos casos analítico. Así pues, no hay ninguna dificultad con respecto a la posibilidad de tal
imperativo.
(26)
En cambio, el único problema que necesita solución es, sin duda alguna, el de cómo es posible el
imperativo de la moralidad, porque éste no es hipotético y, por lo tanto, la necesidad representada
objetivamente no puede fundamentarse en ninguna suposición previa, como en los imperativos
hipotéticos. Ahora bien, no debe perderse de vista que no existe ningún ejemplo ni forma de decidir
empíricamente si hay semejante imperativo, sino que, por el contrario, se debe sospechar siempre
que algunos imperativos aparentemente categóricos pueden ser en el fondo hipotéticos. Así, por
ejemplo, cuando se dice no debes prometer falsamente y se admite que la necesidad de tal omisión no
es un simple consejo encaminado a evitar un mal mayor, como sería si se dijese no debes prometer
falsamente; no vayas a perder tu crédito al ser descubierto, sino que se afirma que una acción de esta
especie tiene que considerarse mala en sí misma, entonces el imperativo de la prohibición es
categórico. Sin embargo, no se puede mostrar con seguridad en ningún ejemplo que la voluntad se
determina aquí sin ningún otro motor y sólo por la ley, aunque así lo parezca, pues siempre es posible
que en secreto el temor a la vergüenza o acaso también el recelo oscuro de otros peligros tengan
influjo sobre la voluntad. ¿Quién puede demostrar la no existencia de una causa por la experiencia
cuando ésta sólo nos enseña que no percibimos tal causa? De esta manera, el llamado imperativo
moral, que parece un imperativo categórico incondicionado, sería en realidad un precepto
pragmático que nos hace atender a nuestro provecho y nos enseña solamente a tenerlo en cuenta.
(27)
Por consiguiente, tendremos que investigar completamente a priori la posibilidad de un imperativo
categórico, porque aquí no contamos con la ventaja de que su realidad nos sea dada en la
experiencia, ya que en tal caso sólo sería preciso explicar su posibilidad sin necesidad de establecerla.
Por eso hemos de comprender, por el momento, que el imperativo categórico es el único que se
expresa en una ley práctica, y que los demás imperativos pueden llamarse principios de la voluntad
pero no leyes de la voluntad, porque lo que sólo es necesario hacer como medio para conseguir un
propósito cualquiera puede considerarse contingente en sí mismo, y en todo momento podemos
quedar libres del precepto al renunciar al propósito, mientras que el mandato incondicionado no
deja a la voluntad ninguna libertad con respecto al objeto y, por tanto, lleva en sí mismo aquella
necesidad que exigimos siempre de la ley.
(28)
En segundo lugar, la naturaleza de la dificultad que se halla en este imperativo categórico o ley de la
moralidad (la dilucidación de su posibilidad misma) es muy especial. Se trata de una proposición
sintético-práctica a priori [15], y puesto que el conocimiento de la posibilidad de este género de
proposiciones ya fue bastante difícil en la filosofía teórica, fácilmente se puede inferir que no habrá
de serlo menos en la filosofía práctica.
[15] [Nota de Kant: Enlazo el acto a priori con la voluntad sin presuponer como condición la existencia de
inclinaciones, es decir, necesariamente (aunque sólo de un modo objetivo, esto es, bajo la idea de una razón
que tenga pleno poder sobre todas las motivaciones subjetivas). Es ésta, pues, una proposición práctica que no
deriva analíticamente el querer una acción de otro querer anteriormente presupuesto (pues no tenemos una
voluntad tan perfecta), sino que lo vincula al concepto de la voluntad de un ser racional inmediatamente,
como algo que no está contenido en ella.]
(29)
A la vista de este problema intentaremos ver primero si el puro concepto de un imperativo
categórico nos puede proporcionar la fórmula que contenga la proposición que pueda ser un
imperativo categórico, pues aunque ya sepamos qué es lo que dice todavía necesitaremos un esfuerzo
especial y difícil para saber cómo es posible este mandato absoluto, asunto que dejaremos para el
último capítulo.
(30)
Cuando pienso un imperativo hipotético en general no sé lo que contiene hasta que me es dada la
condición, pero si pienso un imperativo categórico enseguida sé qué contiene. En efecto, puesto que
el imperativo no contiene, aparte de la ley, más que la necesidad de la máxima de adecuarse a esa
ley [16], y ésta no se encuentra limitada por ninguna condición, no queda entonces nada más que la
universalidad de una ley general a la que ha de adecuarse la máxima de la acción, y esa adecuación
es lo único que propiamente representa el imperativo como necesario.
[16] [Nota de Kant: La máxima es el principio subjetivo de la acción y debe distinguirse del principio objetivo, la
ley práctica. Aquélla contiene la regla práctica que determina la razón en conformidad con las condiciones del
sujeto (muchas veces su ignorancia, e incluso sus inclinaciones), y es, en consecuencia, el principio por el cual
obra de hecho el sujeto. La ley, por el contrario, es el principio objetivo y válido para todo ser racional, y es, por
tanto, en este sentido, el principio por el cual debe obrar el sujeto.]
(31)
Por consiguiente, sólo hay un imperativo categórico y dice así: obra sólo según aquella máxima que
puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal.
(32)
Ahora bien, si de este único imperativo pueden derivarse, como de un principio, todos los
imperativos del deber, podremos al menos mostrar lo que pensamos al pensar el deber y lo que
significa este concepto, aunque dejemos sin decidir si eso que llamamos no será acaso un concepto
vacío.
(33)
Puesto que la universalidad de la ley por la que suceden determinados efectos constituye lo que se
llama naturaleza en su sentido más amplio (atendiendo a la forma), es decir, la existencia de las
cosas en cuanto que están determinadas por leyes universales, resulta que el imperativo universal del
deber acepta esta otra formulación: obra como si la máxima de su acción debiera convertirse, por tu
voluntad, en ley universal de la naturaleza.
(34)
Vamos a enumerar ahora algunos deberes siguiendo la división corriente que se hace de ellos en
deberes para con nosotros mismos y deberes para con los demás hombres, así como deberes perfectos
y deberes imperfectos. [17]
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